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La farsa de la farsa

La revolución populista llena con ocurrencias el vacío que dejó la caída de la URSS

Domingo, 19 de febrero 2023, 23:49

Parece obvio: el populismo de derechas se retroalimenta del populismo de izquierdas y viceversa, de manera que hacen intransitable la pista del debate político. Frente ... a los disparates de uno, el otro propone otros disparates como solución. Y, así, cualquiera que tenga dos dedos de frente desiste muchas veces de discutir porque sabe que no va a ser escuchado y porque decir algo cabal es ponerse entre dos insufribles fuegos.

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De acuerdo, la revolución populista, que hoy nos brinda estrambóticos episodios como la 'ley trans', la del 'solo sí es sí' o la del bienestar animal, responde de una manera literal, calcada, a la sutil tesis de Marx: «La historia se repite pero como farsa». Montero y Belarra son, en ese sentido (y en otros) dos farsantes (¿farsantas?) cuando emulan, con torpes dotes dramáticas de función colegial, la gestualidad mesiánica de los revolucionarios del XVIII, pero sus extravagancias solo son combatibles desde la lógica aristotélica y los valores básicos de la Ilustración, no disfrazándonos de don Pelayo, el Cid Campeador, Santiago Matamoros o los cruzados del Santo Sepulcro.

Y así, por ejemplo, cuando llega el debate sobre el aborto y, desde las filas supuestamente progresistas o las del feminismo radical se dicen cosas como que «cada uno y cada una tienen su moral», no es preciso ni es tampoco pertinente invocar las Sagradas Escrituras o una ley natural dictada por inspiración divina. Basta con recordar la moral kantiana, que, por laica que sea, tiene un alcance universal.

Sí. Hay una ligera diferencia entre la Revolución francesa y la populista que hoy padecemos: la primera tuvo una justificación histórica y la segunda no. La segunda es una farsa que trata de llenar con ocurrencias peregrinas el vacío que dejó la caída de la URSS y el estrepitoso fracaso del socialismo real. Una vez desechadas sus causas clásicas, como la abolición de la herencia o de la propiedad privada, buena parte de la izquierda se mueve entre ignorar esa derrota y abrazar, con una radicalidad impostada, banderas que hace tres décadas habría considerado ridículas, como la vegana o la animalista. A esa mutación se añade el cóctel de contradicciones que genera la falta de sentido común, como impedir que los gallos violen a las gallinas pero al mismo tiempo ver con buenos ojos que a estas las penetren los humanos «mientras no les causen lesiones» o salvaguardar el derecho del gato a cazar ratones, pero penalizar con cárcel al ama de casa que le propine un solo escobazo a uno de esos miembros del colectivo roedor. No se puede luchar contra el antropomorfismo bíblico y reconocer a la vez derechos en los animales. ¿Cabe un antropomorfismo más recalcitrante?

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