Con diferencia, la mayoría de los contagios se producen en la familia. En las reuniones familiares. Lo sabemos. Nos lo dicen una y otra vez. ... Sin embargo, es curioso, no creemos que nos vaya a pasar a nosotros. El cerebro funciona así, se llama el sesgo optimista. Sabemos que las reuniones son peligrosas y somos muy capaces de aconsejarles a los demás que no las hagan. Pero a la vez creemos que a nosotros no nos pasará. Ah, la familia. Casualmente, estaba ojeando un libro de Ramón Gaya y he encontrado una frase que subrayé hace algún tiempo. Dice: «A las familias les he tenido siempre miedo, tienen una ferocidad tremenda, van un poco a ciegas». Supongo que quiere decir que la familia es un ámbito que dicta sus propias normas y sus propias formas de actuación. Y que, en muchos casos, prioriza sus propios intereses y objetivos a los ajenos. Yo casi siempre suelo pronunciar la palabra familia con la clásica entonación susurrante de Vito Corleone. Lo hago ya sin darme cuenta. No es que piense que la familia es una mafia, pero bueno, ya me entiendes. De todas formas, si es tu hijo o es tu madre quien te contagia, pues eso: lo aceptas mejor, ¿no? La familia nunca renuncia a sí misma. Y si algo necesitamos todos en este loco mundo, más aún cuando las cosas se ponen feas y se hostiliza el aire, es un poco de calor y de consuelo. Y que alguien se ofrezca a hacerte un café y te diga algo bonito, aunque sea una verdad subjetiva y matizable. No sé qué va a pasar cuando no haya familias. Aunque probablemente nunca deje de haberlas. Allí donde dos personas viven juntas compartiendo la vida hay una familia. Hasta los más rebeldes acaban volviendo a ella.
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