Morir a destiempo
Todos hemos pasado por uno de esos momentos en que alguien querido, o uno mismo, estuvo unos segundos antes en el lugar donde se produjo ... una catástrofe. Quizás fuiste protestando a por un objeto olvidado cuando se produjo el incendio, o perdiste el tren que se estrelló mientras te lamentabas de tu mala suerte… A eso lo llamamos destino, imaginando que alguien ha escrito lo definitivo de nuestra vida en el mapa celestial o en la palma de tu mano. Algunos apelan a los dioses para justificar la suerte y te sueltan aquello de 'no estaba de Dios'.
Esta semana, no sé exactamente el día, me estremecí con una noticia procedente de una ciudad llamada Nínive en el norte de Irak. Se trataba de una boda con más de seiscientos invitados, en la que unos novios bailaban lentamente conjurando la felicidad cuando unos fuegos artificiales provocaron un incendio devorador en el que murieron más de doscientos invitados. Hay países o ciudades marcados con tinta indeleble por los acontecimientos. No puedo imaginar cuántos de los que acudieron al festín habían sobrevivido a las bombas, al aislamiento, a los gases tóxicos o al pánico de la guerra. Se habían centrado en vivir sin saber que morirían a destiempo, frente a un plato de tarta de bodas y con el país más o menos en paz.
El imperativo vital borra de lo cotidiano cualquier presagio de desgracia. En la planta del hospital donde los enfermos reciben su quimioterapia no hay nadie que nombre a Puigdemont, a Sánchez y su baile arrítmico con la única dama que puede acabar con sus proyectos: la Constitución. Nadie quiere saber cómo es el viento que agita sus mañanas, y distinguen perfectamente lo esencial de lo importante. Ellos también corren el riesgo de morir a destiempo.
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