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En los años malsonantes de nuestro pasado reciente, los hombres, más que las mujeres, contaban chistes que casi siempre aludían a lo mismo; ese negocio ... que podía explotarse sin licencia y cuya actividad estaba entre las piernas de las damas. Las groserías estaban blanqueadas por el humor y no faltaba un candidato entre el círculo de conocidos que hiciera alarde de su descortesía, insolencia, impertinencia o vulgaridad. Casi sin hacer el esfuerzo de cerrar los ojos recuerdo a quienes pasaron por mi vida dejando el eco de su lenguaje soez, de su chiste desconsiderado, del grosor de su mirada. Las mujeres nos pasábamos el dato de quién era quién, para estar atentas, no reírle las gracias y, si podíamos, intentar desacreditar al ocurrente. Es curioso que de todos los numerosos agravios que sufrieron las mujeres de otros tiempos sea esto lo que ha dejado una impronta perversa en los recuerdos y ha modelado la figura de un hombre agresor que no representaba a la mayoría de ellos, pero a los que ellos dejaron que les representara.
Los groseros tuvieron la culpa de que desaparecieran los piropos y de que el gracejo y la seducción que transportaban fueran condenados. Y es que la lengua posee un poder amplísimo que va desde el brillo a la vejación. La lengua no solo encumbra la admiración, sino que asienta los errores, los certifica y amplía, como si fuera la corriente eléctrica que alimenta nuestra vida cotidiana.
Los boleros, los tangos o las coplas eran poemas que retrataban la hecatombe amorosa, la pasión desordenada que llevaba a la condena, ignorando la lenta y certera corrosión del amor romántico. Agustín Lara pedía que le arrancaran la vida con el último beso de amor y, aunque hubiera en la letra la huella de una patológica desesperación, carecía de la mínima insinuación gruesa. Los desguaces amorosos estaban permitidos siempre que no se cruzaran los límites.
Ahora no se juega con la impertinencia o la ofensa verbal, pero se acuna a ritmo de reguetón. «Ese culo me desenfoca… Yo te aprieto la nalga… Yo no estoy para amores ni pa'chiste…». Si mis groseros me dejaron mal sabor de boca, las mujeres de hoy van a tener que trabajar fino y delicado para detectar a estos nuevos trovadores que reivindican su condición de machos alfas a bordo del 'autotune'. La seducción toma caminos insospechados, su fuerza no le permite tonterías y hoy o ayer no hay quien le ponga límites, pero tengo ganas de decir aquello que repetía mi abuela: «Lávate la boca con jabón».
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