Reconozco que, cuando piso un establecimiento especializado en bricolaje, me vuelvo todavía más pequeña de lo que soy. Pongo voluntad, me hago la chula, miro ... tutoriales, pero al colgar mis cuadros a veces me martilleo el dedo y encima se caen una tarde cualquiera como si hubiera un otoño para los que no somos manitas. En Instagram veo, o más bien babeo al mirar a unas chicas decididas que empuñan taladros, instalan tarimas o reparan paredes sin que se les mueva un pelo. Todas dicen que es coser y cantar, pero por experiencia sé que lo de 'zapatero, a tus zapatos' es más que exacto.
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Entre taladros, maderas y máquinas hidráulicas, Leroy Merlin alberga unas cuantas almas que nacieron al otro lado del mar y que con esa dulzura de idioma te acompañan a la estantería donde hay un remedio sencillo para cada cosa. No importa si fue por una dictadura, el hambre o la violencia de la tierra donde han nacido, pero ellos buscan el bienestar que todos nos merecemos. Uno de estos chicos me atendió hace días como si fuera la mismísima reina. Ignoró mi ignorancia, me hizo las preguntas adecuadas y me recomendó un producto, aconsejándome sobre su aplicación. Le creí y si me hubiera dicho que me echaba de menos, también le habría creído. Soy muy sensible al siseo de ese español musical, y aún más a la educación que tienen y que aquí hemos perdido.
Tornillos en mano y sentada en un palé de pinturas, me pregunte qué opinaría de nuestra tierra ese joven que no llegaba a los treinta y que nunca había conocido una democracia en su país. Hace casi 70 años que malviven en Cuba, en Venezuela creo que serán 26, más de 23 años en Nicaragua y unos veinte en Bolivia. La fortaleza de las dictaduras se apoya en la violencia, el engaño y la manipulación para permanecer indefinidamente en el poder. Detrás no hay supuestas ideologías, a veces es un crimen organizado, con migraciones forzadas y generaciones de miseria y dignidad.
Los que no pueden irse, quedan a merced de ese río de impotencia que los desgasta hasta entregar a sus hijos a los países que los necesitan. Los que se van, trabajan entre nosotros para las medicinas de su padre y me atienden como a la difunta reina de Inglaterra. En la caja, volví a escuchar el inconfundible cantito venezolano. En un rapto de generosidad, como si ambos lleváramos la camiseta del mismo equipo de fútbol, le miré a los ojos y le dije: «Ánimo, ya queda menos». Y resulta que supe por la mirada que me había entendido.
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