Carcajada, ven a mí
La risa disuelve la estupidez, humilla a los mediocres y hermana a los iguales
Como quien de pronto siente la necesidad imperiosa de comer almendras o aceitunas, yo necesito reírme a carcajadas y si en las próximas veinticuatro horas ... no me río con mayúsculas siento que me marchitaré sin remedio. Utilizo esta plataforma como quien manda un mensaje en la sección de anuncios de un viejo periódico: «Necesito reírme», y a la espera de que alguien se apiade de mí y lo remedie. Tengo dos o tres conocidos que me desbaratan cuando me hacen reír de esa manera que añoro, curiosamente no son personas por las que sienta admiración o respeto, pero tengo la manga muy ancha con ellos y les perdono lo que a otros no perdonaría. Hay gente graciosa, salada, ocurrente, que te arranca la sonrisa, pero yo hablo de otra cosa: morirse de risa.
Recuerdo una calle de Roma donde tuve que sentarme en el suelo perdiendo el decoro para desternillarme de risa, o un ingenio en Marbella donde estuve a punto de morir escuchando a una mujer que narraba una experiencia laboral con tal gracia que al día siguiente no podía ni andar. No me olvido de esos momentos, como no olvido el día que entré en L'Accademia de Florencia para ver al 'David' de Miguel Ángel y comprender lo que es la belleza, o cuando tumbaron las Torres Gemelas para recordarnos a qué sabía el horror. Quizás solo vea la paja en ojo ajeno, o las noticias y este estado de estupefacción me tengan congelada, pero me da la sensación de que la gente ya no se ríe tanto. La risa descompone el orden estético del rostro, manda a tomar vientos a las Nefertiti, y desarma las fuerzas ocultas de los Adonis. Disuelve la estupidez, despierta la inteligencia, humilla a los mediocres y hermana a los iguales. Quiero reírme como cuando escuché en la radio a un argentino que emigró a Noruega y contó lo que sintió al ver por primera vez la nieve, y lo harto que estaba de ella dos años después.
Lo cierto es que no sé a dónde debo ir para buscar mi risa. Antes ni siquiera osaba contar los días en que no me reía, pero ahora los cuento y siento el anhelo de ese alimento esencial. Estoy segura de que Sánchez no tiene entre sus 800 asesores uno que le haga reír, porque un ingrediente indispensable para morirse de risa es ver la parte ridícula que todos llevamos dentro. El caso de Trump es curioso. Él mismo podría provocar la risa solo con caminar unos metros; su color naranja, la volatilidad impertérrita de su pelo, los morritos y esa manera que tiene de girarse dominando la artrosis del cuello. Pero no hace gracia y la verdad es que no sé a dónde mirar.
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