De vez en cuando llegan a mi correo mensajes de remitentes desconocidos que por alguna razón han descubierto mi dirección electrónica. Los que me dan ... mala espina o pereza van a la papelera. Los que parecen proceder de francotiradores curiosos los abro sin pinchar en enlace alguno. La paranoia de la amenaza invisible es cada día más certera y ya poseemos una prudencia patológica ante lo que podría ser verdad o mentira. El Gobierno pretende ordenar el cosmos de la información con un debe y haber de fango y verdad amparándose en las exigencias europeas. En principio sería interesante que esta decisión naciera de una reflexión profunda, pero la información es el caramelo de menta de los gobiernos: controlarla les abre las vías respiratorias necesarias para correr una maratón hacia su propio destino.
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Nuestra vida social se tramita a golpe de lo más sagrado que posee la democracia, el respeto a la ley, cuando sabemos que «el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento». Pero lo social trasciende a nuestro interior y los temores, ya se sabe, imponen autocensuras. El portal de transparencia de este Gobierno y de los anteriores es lo más farragoso y complicado que existe. En la mayoría de los casos no contesta a las cuestiones que plantea el ciudadano o la respuesta viaja a pie, pues tarda meses en llegar. Todos los que nos dedicamos a este oficio deseamos la objetividad y estamos dispuestos a respetar las leyes. Otra cosa es que hecha la ley, hecha la trampa. A este paso volveremos a susurrarnos consignas en zaguanes oscuros como en las películas de espías. Eso o confiar en la podredumbre de las redes sociales y en el sagrado alimento de la publicidad pública.
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