Son días de balances, días en los que los gobiernos emiten resultados de su gestión y en los que les cuadran las cuentas a pesar ... de la testaruda realidad. Pero no hablaremos de gobiernos sino que lo haremos del balance de nuestros deseos, porque lo que, finalmente, interesa a todo el mundo son las cuentas emocionales, la de los sueños y propósitos que nos sostienen; la de ese brindis de último día del año la solemos dejar en manos del azar, entre otras cosas porque en ese bendito saco cabe todo.
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El 31 de diciembre, el último día del año para los que seguimos el calendario gregoriano, es más una tregua, un reseteado, una oportunidad de renovar los votos con la vida que una fiesta sin más. Se come, se bebe, se brinda y, después de las doce, nuestros deseos se abren paso, como una linterna que facilita el destino para poder seguir recorriendo los doce meses siguientes. Curiosamente buscamos en nuestro interior ese universo de dioses y seres mágicos que nos acompañan y lo mismo da que invoquemos a los dioses griegos, Zeus, Hermes, Poseidón; a los romanos Júpiter o Juno, a los egipcios Ra, Amón u Osiris, los indios Visnú, Shiva, o a Alá y Cristo. Todos ellos forman parte de esa corte celestial que el ser humano tiene para sentirse reforzado por la divinidad.
Y si no son dioses, será un anillo que heredamos, un amuleto al que atribuimos poderes, el ratón Pérez, las hadas de los bosques, las estrellas fugaces o los Reyes Magos que siguen viniendo de Oriente a pesar de cómo está de jodido el camino. A todos ellos elevaremos nuestras plegarias, o esos deseos que, aunque se parezcan, no son la esperanza sino un fogonazo revolucionario que no admite límites y está al alcance de todos. Tan solo con desear ya se organiza la voluntad, se cuadran las endorfinas, y se impone la ley de la vida.
Por eso hay que reeducar a los jóvenes en el deseo, no de objetos, cosas tangibles o bienes preciados sino mostrarles que se puede desear mantenernos al abrigo de quienes nos aman, o desear encontrar unos ojos que nos miren, para más tarde desear no despreciar o malgastar el tiempo que pasamos con ellos y no caer en la tentación de que nos sobre su presencia. Quizás sea el tiempo de pedir que nos libremos de la cólera inútil que nos provocan los necios, del enfrentamiento o de la ambición para que nuestra palabra sea la única, y ya olvidándonos de nuestro ombligo y asomándonos al balcón de este planeta, desear que pensemos en él un poco más que en Amazon. Mis mejores deseos para mis lectores de hoy y para los que vendrán mañana.
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