Cuando se detecta un peligro, el ser humano tiende a ponerse a buen recaudo. Se toma su tiempo para observar el tamaño y la amenaza ... del monstruo, estudia sus posibilidades de defensa e intenta adivinar sus flaquezas. Si nuestra desigualdad es enorme y nos sabemos frágiles, nos queda evitar el choque frontal, intentar pasar desapercibidos y buscar las fisuras de esa amenaza que casi siempre están ahí.
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Se nos anuncio la IA como el asistente que terminaría con el esfuerzo de la búsqueda de la verdad. Pero, ojo, sus propios padres, las superpoderosas empresas tecnológicas, acordaron una moratoria en base a que «no estábamos preparados». Naturalmente se la saltaron y ahora la vida comienza a enfangarse con pseudocreaciones artísticas que, con otro poco de estupidez, llegarán a considerarse obras de arte. Libros, música, imagen, interpretación… la fascinación nos envuelve viendo al trilero tecnológico actuar y bajamos la alerta, desactivamos la prudencia e ignoramos nuestra permeabilidad y tendencia a acumular basura.
Ruego que no me hagan canciones a medida, que no me envíen animales que lloran, bebés que se arrancan a bailar un reguetón, porque ya vivo fascinada por la vida. Me la quieren vender para que escriba mi nueva novela, pero no. He paseado mi dignidad desconociendo, interesándome por lo que desconocía, ajena y lerda al mismo tiempo, imperfecta, y aquí estoy, no pienso convertirme en una sabelotodo porque en el bolsillo la IA elabora informes vacuos y llenos de generalidades sobre las dudas que me acucian. Prefiero dudar, elegir e incluso fracasar a que me cuenten lo que les venga en gana a los algoritmos.
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