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Hace días tuve oportunidad de conocer a alguien que se dedica a enseñar cómo debatir, a transmitir mensajes. Venía de Londres, claro. Los anglosajones en ... dialéctica nos llevan la delantera desde hace siglos. Y donde esperaba ver a un discursista avasallador, encontré a una persona que escuchaba, aunque lo interrumpieran en su discurso (callaba para escuchar). Y, las más de las veces, recibía la interlocución, dispuesto a que la misma le cambiara su opinión.
Decía la filósofa Simone Weil que la forma más pura de generosidad es escuchar. No es un acto pasivo, sino una posición activa en la que no juzgar, en la que dejar un espacio para que el otro exista. Me reafirmo en lo que alguna vez he dicho: dudo de quien no duda. De quien se sonríe mientras hablas. De quien no escucha. Y más cuando quien no quiere escuchar tus razonamientos piensa que sabe cómo razonas. Lógico: como no llega a escucharte, tiene que imaginar qué es lo que piensas. Sinceramente, creo que quien está seguro de tener la razón está inexorablemente abocado a perderla. Hay gente que no parece discutir para buscar una solución, sino para ganar una posición. Y lo malo es que la tozudez es como una flatulencia que se le 'cae' a alguien: la padece más el resto que el protagonista. Es difícil ayudar a su autor a que sea más considerado, porque no sufre tanto sus propios actos.
A Einstein nunca le entendí demasiado sobre sus cálculos y reflexiones cuánticas. Pero era un tío divertido y es estupendo para citas. Decía: «Solo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana… Y no estoy seguro de lo primero».
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