Ciencia ficción
Mi generación no fue nada intuitiva respecto a lo que estaba por venir a los veinte años
A menudo hablo con la televisión; le advierto, me envalentono y me permito propinarle un par de íntimos improperios. A mi madre le pillé haciendo ... lo mismo con la máquina de coser y con su amiga la aspiradora. Era y es una manera de evitar dar la chapa a alguien o acumular ácidos en el estómago, mientras permaneces activa en ese lugar seguro que es el hogar. La tecnología de andar por casa ha ido dando paso a avances espectaculares; mi horno nuevo es capaz de detectar el tamaño del pollo y dejarlo en su punto casi sin que yo intervenga, por no hablar del conocido robot que cocina como Bocusse. Aunque mi vida profesional sea la de una funambulista entre la realidad y la ficción, más allá de Julio Verne con sus pulpos gigantes y sus escafandras, la ciencia ficción me ha producido siempre una sutil prevención. Las aventuras literarias de señales en mundos presentidos, galaxias robotizadas y naves vigilantes me daban pereza por lejanas e imposibles. Confieso que ignoré deliberadamente las posibilidades de mutación que tenía el escalofriante 'Parque Jurásico' y que lo único que me tentó un poquito fue 'La máquina del tiempo' y desde luego los ordenadores. Mi generación, nada intuitiva respecto a lo que estaba por venir a los veinte años, pensaba que el futuro de la humanidad se construiría sobre los derechos humanos y no sobre hologramas, chips, clonación de genes y digitalidad sexual.
Nos equivocamos; sobre todo, en lo de los derechos humanos. Se lo decía ayer mismo a mi televisión; que quizás este carajal sea cíclico y de vez en cuando haya una generación que apuesta por la fe en el ser humano hasta que se lía parda y pierde la esperanza. Que para eso está la juventud, para contener a los resabiados y volver a la carga; alborotar al G-7, amarse desde la piel, lanzarse a la mar a rescatar desesperados, o investigar en jornadas de ocho horas en una vacuna para la enfermedad que crea el desarrollo, por un sueldo miserable.
El cocinero del 'Open Arms' va a ser abuelo, se maneja mal con el móvil y es mi amigo (tenía que decirlo). Le veo en los telediarios con aspecto cansado pero brillante, sonriendo a los niños, cogiéndolos en brazos, haciéndose el sueco, como si la que tuviera encima se pudiera explicar en dos frases. No pienso escribir sobre Sánchez, le digo a la lavadora, ni sobre Macron, y ni mencionar a Torra, que estamos en agosto y ya vendrá el otoño. Escucho un pitido que hasta parece una respuesta a mi soliloquio; la interfecta me avisa de que he mezclado los colores de la colada, y que si no reviso el contenido del tambor, la muy… no se hace responsable del desaguisado. Me someto a su dictadura de malos modos. «De todo hay en la viña del señor, ¡qué intransigente eres!», le digo a mi lista lavadora mientras algo se me encoge en el pecho. Qué difícil me resulta adorar a los ídolos de mi madurez y mantener el equilibrio…
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