Chernóbil, memoria, prejuicios y colores
Mikel Mancisidor | Profesor de Derecho Internacional ·
Los rusos creen que desde fuera se les ve a través de un filtro que oscurece adrede su realidad, y lo cierto es que los demás tenemos motivos para aplicar ese filtroEscribo desde la Rusia profunda y vacía, al pie de los Urales. Desde una ciudad que mis ojos perciben como en colores terrosos, grises y ... azulados, donde la arquitectura de edificios de apartamentos remite a tiempos soviéticos y su urbanismo repetitivo y sin encanto me impide distinguir el centro de la periferia. El sol sale o se esconde y la lluvia va y viene sin anunciarse en los días que paso aquí. La universidad que me invita tiene la pátina de 70 años de estudios agrónomos y químicos, que alimentaban las necesidades de las principales industrias regionales. De pronto un aula, un pasillo, un despacho, unos baños, los cristales de una ventana e incluso la ropa de algún profesor me parece no haber cambiado desde los tiempos en que la ciencia y los principios marxistas maridaban en extrañas combinaciones. En el centro se mantiene aún un monumento a Lenin que me da la impresión de ser el más limpio y mejor mantenido de la ciudad.
Calculo las distancias y pienso que tengo Chernóbil ahora casi tan lejos al oeste como en casa lo tengo al este: así de gigantescas eran las dimensiones soviéticas. Y lo siguen siendo las rusas. El país se extiende desde la frontera con la UE hasta las costas frente a Japón o Alaska. Y es que las distancias marcan la identidad del país, su historia y algunas lógicas, que me cuesta comprender, de su estilo, su política y su burocracia. Su dimensión determina igualmente sus ambiciones de potencia global y su necesidad de respeto y reconocimiento.
A pesar de esa distancia de la Chernóbil entonces soviética y ahora ucraniana, me siento de alguna extraña forma cerca, quizá porque los ecos de la serie de HBO resuenan aún en mi memoria. Ustedes ya habrán oído hablar de la serie dramático/histórico/documental o quizá la hayan visto. Como serie dramática o thriller tecnológico o medioambiental es impactante y, sobre todo, inquietante. Sí, inquietante sería la palabra si tuviera que quedarme con una sola.
A lo largo de sus cinco capítulos la agobiante atmósfera irrespirable no decrece en ritmo ni en interés. Irrespirable por la contaminación radiactiva que traspasa la cámara y casi tanto por la insufrible burocracia soviética, enfermizamente jerárquica hasta la inacción, basaba en la obediencia aun en el absurdo, en el miedo al error entendido siempre como traición, a la culpa, al señalamiento, a la sospecha y al castigo. En la serie se explican bien las cadenas de errores técnicos que desencadenan el desastre, pero se entiende aún mejor el más sutil sistema de miedo, silencio y falta de transparencia que destruye la acción, la creatividad y la iniciativa. La clave no está en la incompetencia de unos técnicos que no eran peores científicos o ingenieros que los mejores de cualquier otra central nuclear del mundo, sino en un sistema donde la jerarquía se impone sobre los hechos y la verdad. La serie nos habla igualmente de la generosidad, la valentía y el heroísmo de cientos, incluso miles, que sabiendo dónde se metían cumplieron con su deber y nos salvaron de algo mucho peor a costa de su vida o su salud.
La serie funciona como un estudio de las organizaciones, de las instituciones, de la burocracia, la política y la gestión de crisis. Además nos permite reflexionar sobre lo cerca que estuvimos de un desastre aún mayor, de alcance universal. Nos obliga a pensar sobre la seguridad, el riesgo -nuclear en este caso, biológico o climático, por ejemplo, cualquier otro día-, sobre lo que el hombre puede desatar pero no siempre controlar tan fácilmente como quisiera. Somos una sociedad del riesgo global (Ulrich Beck). A veces nos gustaría poder ignorarlo, pero debemos saberlo y, en la medida de nuestras posibilidades, aprender a gestionarlo.
Se termina el curso. En una recepción de bocadillitos de salmón ahumado y pasteles de carne, un diplomático ruso en ejercicio me muestra en su móvil un meme que se comparte por WhatsApp entre sus colegas de promoción. En la mitad superior de la imagen se ve la foto de una calle cualquiera de una ciudad rusa, en colores naturales, con un texto en ruso que mi amigo me traduce como «una calle rusa normal y real». Abajo, ocupando la mitad inferior del meme, la misma foto ha sido tratada con un filtro que reduce la riqueza cromática a unos grises azulados, fríos y como entre neblinas. Sobre esta segunda foto un texto que al parecer dice algo así como: «La misma calle en una película americana».
El meme le hacer reír. Pero denuncia una verdad que él siente profunda e injusta. Yo apunto una sonrisa cómplice por cortesía. No me hace reír pero me da qué pensar. Me hace pensar que mi visión de la ciudad que me acoge tiene ese mismo filtro falseador, lo percibo claramente al releer el primer párrafo de este artículo. Pero me hace pensar también que quizá ese filtro refleje bien algo muy profundo que la serie de HBO denuncia de forma magistral, más allá de los detalles tecnológicos o de la sucesión de hechos, algo más oscuro y que de alguna forma pervive hoy en la Rusia de Putin donde periodistas pueden desaparecer y donde vivir en la diferencia, la de la bandera arcoíris de todos los colores, por ejemplo, se va haciendo más difícil y duro. Ojalá pueda volver pronto, pienso, y el país sea entonces capaz de ofrecer con respeto todos los colores del arcoíris de esa y otras banderas y sea yo capaz de mirar sin filtros ni prejuicios las calles de este gigantesco y poderoso país.
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