Aritmética, estética y ética poselectoral
Ningún partido tiene que poner barrera alguna, de entrada, a ningún pacto que sea bueno para las mayorías que pudieran darse. Fijar límites es obstaculizar la expresión ciudadana
Tras los tiempos electorales vividos, vamos conociendo movimientos, acercamientos entre partidos, búsqueda de acuerdos que permitan la constitución y el gobierno de ayuntamientos, de comunidades ... autónomas, de diputaciones forales, de instituciones europeas y del Gobierno central. En no pocos casos, 'donde dije digo, ahora digo Diego', asistimos a cambios de opinión de los partidos, que en campaña afirmaron que «nunca pactarían con…» y ahora se desdicen y se retractan, pero sin reconocer las proclamas de campaña, en aras de alcanzar parcelas de poder institucional.
En época electoral se apela a la ética para establecer 'cordones sanitarios' y constitucionales, siempre afeando la posición del adversario político y estableciéndose cada partido en el centro de la verdad, la coherencia, el progreso y el cambio necesario. Tras las elecciones, conocido el apoyo recibido, unos ratifican el éxito de su gestión anterior y su campaña, otros sufren el castigo de la caída plebiscitaria; consecuencia todo ello de la suma de decisiones ciudadanas individuales, que votan con convencimiento unos, por efecto de la campaña otros, y no pocos buscando el voto útil que permita que se afiancen las mayorías por ellos deseadas.
En campaña uno siempre es el único mejor. Se apela a la ética para señalar lo que los demás hacen mal. Nunca nadie es inmoral cuando se refiere a sí mismo y, sin embargo, todos los demás partidos no son merecedores de recibir el apoyo ciudadano. Por esto mantengo que una buena definición de ética política en la práctica es ésta: «una manera ¿educada? de hablar mal de los otros», un arma arrojadiza, un vocablo al que se acude para justificar posiciones propias y descalificar a los demás. Pero la ética no se define así, tampoco como muchos creen: una suerte de caja de herramientas a la que se acude a preguntar y obtener respuesta inmediata de lo que está bien y lo que está mal. ¡Qué más quisiéramos que disponer de un instrumento que nos resuelva todas nuestras dudas sobre lo bueno, lo justo y lo felicitante! Ni la ética, ni la religión ni el Derecho dan respuestas claras sobre nuestros dilemas.
La ética trata de responder a la pregunta ¿qué debo hacer? cuando las alternativas son diversas. Pero no identifica una y única opción justa y buena, solo pistas de racionalidad para pensar prudentemente en la respuesta, en la que aporta mayor utilidad, en la que mejor respeta las convicciones ideológicas, en la búsqueda del consenso a través del diálogo…
Atreverse a pensar para después hacer, sin mayores constricciones que aquellas alternativas universalmente aceptadas como un atentado a los derechos humanos y sociales; es decir, inmorales. Eso es la ética. Los ciudadanos hemos expresado nuestra voluntad de que los partidos políticos se empeñen en la búsqueda de pactos entre diferentes, que honestamente traten de satisfacer a la mayoría de los ciudadanos en términos de bien común, de bienestar y de justicia. Y la traducción en la práctica es la aceptación del diálogo entre partidos sin exclusiones. Todos los partidos del arco parlamentario fueron tachados en campaña, y también entre ellos, de no cumplir los requisitos políticos básicos para entablar negociaciones postelectorales. Según esta premisa previa, pactar en un escenario como el actual sería impensable.
Afortunadamente, el sentido común y la necesidad nos devuelven a un escenario mucho más abierto, a un tiempo de pactos necesarios. La ética se sustituye ahora por la aritmética, por el cálculo simple de las mayorías suficientes para la gobernabilidad.
Pero esta razonable estrategia se topa con una sinrazón adicional: la estética política; es decir, se topa con el enfoque instrumental de la misma, con el postureo, el maquillaje, y la compostura. Y unos establecerán su estética en el límite de los pactos con los separatistas, con los nacionalistas, con el populismo, con la indisoluble unidad de España, con los comunistas o con el capitalismo salvaje. Todo puede valer para marcar límites, que luego habrá que tratar de sortear como se pueda, cuando la misma formulación no sirva para dos instituciones diferentes. Es como si primero pinto un payaso y luego me río de él. Mejor dejar de lado términos absolutos de proclamas que sólo sirven para la galería, sin argumentarios razonados.
A propósito, no he puesto ningún ejemplo, ni señalado a ningún partido, ningún nombre, ningún territorio. De entrada, los partidos legalmente constituidos han cumplido los requisitos mínimos que garantizan la democracia. Y, por tanto, salvando la lógica política que identifica unos límites naturales a los pactos, están llamados, en aras del interés general que deben defender, a entenderse entre diferentes, a hacer bueno y posible el valor de la transversalidad. Es más, las pasadas elecciones han mostrado un país diverso y muy plural, sin mayoría absolutas, sin siquiera muchos pactos predecibles con mayoría suficiente. Esto exige ahora altura de miras, saber hacer política de verdad, servir a las cuestiones que preocupan a los ciudadanos.
A título de manifestación personal –ya creo haberlo hecho entre líneas–, ningún partido tiene que poner barrera alguna, de entrada, a ningún pacto que sea bueno para las mayorías que pudieran darse. Poner límites es obstaculizar la expresión ciudadana, nuestra pluralidad y nuestro camino de progreso en el entendimiento y acuerdo. En política no sirven los motivos porque solo explican el pasado. Necesitamos razones que justifiquen el futuro.
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