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Iker Ayestarán
Cosas que suceden todos los días

Cosas que suceden todos los días

La celebración de fin de carrera resultó como había imaginado: aburrimiento a raudales entre 40 o 50 empollones

FERNANDO GARCÍA PAÑEDA

Sábado, 18 de agosto 2018

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Amanecía en el vagón de cola. No tenía sueño. Comprensible. Atrapado y zarandeado en el vientre de un leviatán con forma de pintoresca antigualla de los ferrocarriles soviéticos, así mismo se tuvo que haber sentido Jonás. Viajaba en dirección a Bucarest, formando parte de uno de esos grupos organizados de turistas prestos a demandar tortillas de patata y bocadillos de chorizo en cualquier rincón del planeta. Por aquel entonces, a principios de los ochenta, era la forma más asequible de viajar por los países del Este (a la sazón, comunistas). El resto de trotamundos dormitaba después del ajetreo sufrido de madrugada en la estación fronteriza de Ungheni.

Sortear los impedimentos existentes antes de atravesar el puente diseñado por Eiffel que unía aquellos dos países no era una píldora fácil de tragar para delicadas almas de sensibilidad occidental. Soportaron los cambios de vía con una sucesión interminable de paradas, arranques y retrocesos alternados con furiosas sacudidas. Después, la adaptación de los rieles a un ancho de vía diferente produjo un chirrido interminable y destemplado, parecido al que emiten los cerdos en la matanza. Diríase que al pobre tren le había llegado su sanmartín sin que nadie hubiera reparado en que había muy alarmados pasajeros dentro.

Luego hubo que atender los requerimientos de una patrulla de camaradas aduaneros que hacían su ronda compartimento por compartimento. Pero, en justa compensación, los aduaneros rumanos aparecieron fugazmente y con aire somnoliento.

Así que, después de la azarosa vigilia aduanera, parecía natural ofrecer un paisaje cadencioso y monocorde. Una llamada al letargo. El silencio, sacramental, lo facilitaba. Y tan silenciosa monotonía retardaba el tiempo. Pero él no perdía detalle del paisaje proyectado en la ventana del vagón. En aquel panorama envuelto en bruma estival había algo entrañable y cálido. Un hogar lejano en el tiempo, primitivo. Una sensación materna. Un aura de verano, calmo desayuno y felicidad.

Algunas horas más tarde, en el mismo vagón de cola

Entraban en los arrabales de una población grande, algo así como la capital de una comarca rural. En realidad, todo lo que había mostrado Rumania desde la frontera moldava era una inmensa comarca rural; una campiña delimitada por los Cárpatos, que se mantenían a distancia en el horizonte. La locomotora clavó los frenos sin contemplaciones: largos y chirriantes minutos después se detenía en la estación.

En contraste con el silencio del vagón, la estación se asemejaba a un tumultuoso mercado. Cientos de personas se apresuraban de aquí para allá portando bultos en cantidades y variedades innumerables a pesar del calor agosteño. Y todo el mundo hablaba, voceaba, gesticulaba sin parar en aquel pandemónium. Por suerte para los durmientes, el infierno estrepitoso se enfriaba en las ventanillas cerradas del vagón.

Por eso no resultó extraño que le llamara la atención una muchacha callada, impasible, plantada junto a una mujer mayor y un niño, con la consabida maleta extenuada a sus pies. La mujer y el niño miraban indiferentes el ir y venir de sus paisanos. Sin embargo, a él le pareció que la joven le observaba con atención. Incluso le sonreía. Se resistió unos segundos, muy pocos. La miopía (vanidad, dirían los maldicientes) le obligó a ponerse las gafas.

Era una muchacha de aspecto delicado, con un cuerpo de junco esbelto, casi exiguo. Sonreía. Un esbozo de sonrisa. Vestía una blusa blanca, refulgente, y una sencilla falda negra, quizá marrón, oscura. Las mangas cortas aireaban dos líneas gráciles. Por debajo de la falda asomaban unas piernas torneadas con primor. Sencillez e inocencia.

No podía dejar de mirarla. Pero le asaltó un acceso de impaciencia mientras se perdía contemplando aquella aparición. Aquello no iba a durar. ¿Entonces? Tendría que fugarse, quizá tan solo bajarse del tren, hablar con ella, acariciar los destellos dorados de su ondulada melena... Quería no ser quien era en ese momento. Se sentía ridículo y desdichado. Intuía que aquella aparición no se repetiría jamás. Bajó cuanto pudo la ventanilla y se asomó apoyando los antebrazos sobre el borde. Una avalancha de ruidos y voces arrasó el compartimento, con el consiguiente disgusto de sus compañeros de viaje (que ignoró educadamente).

Poco después sonó un pitido estridente. El tren sufrió una terrible convulsión, como si un gigante distraído hubiera tropezado con uno de los vagones: intentaba reanudar la marcha. Pero no logró sino agraviar a los aletargados turistas, cuyo lenguaje se endureció sin complejos. Tras una nueva y terrible sacudida, que multiplicó los exabruptos, consiguió avanzar, lenta, penosamente.

Comprobó con disgusto que aquel improbable artefacto de la industria pesada soviética se ponía en movimiento. Y él, atrapado en su vientre. En ese momento descubrió una terrible verdad: lo bueno, si breve, dos veces breve.

El tren avanzaba. Elevó lentamente una mano. Sonreía, a pesar de todo. Se asomó aún más. La imagen se escapaba. Advirtió que ella le seguía con la vista inclinando ligeramente la cabeza.

Después de perderla de vista cerró la ventana y se dejó caer en el asiento. Pero el paisaje que con tanta curiosidad había venido contemplando dejó de interesarle. Ya nada en el mundo podría interesarle, y puede que por esa razón se quedara dormido entre sugestivas ensoñaciones.

Semanas después superó los últimos exámenes en la Facultad y obtuvo esa licenciatura que tanto gasto exigió a sus padres como tan poco provecho le procuró a él. Y acudió, como era preceptivo, a la proverbial celebración de fin de carrera con sus supuestos compañeros de promoción. Ya se sabe: cena y baile, rigurosa etiqueta. Y resultó como había imaginado: aburrimiento a raudales entre unos cuarenta o cincuenta empollones afanosos y ultracompetitivos. Ni siquiera se había emborrachado para hacerlo más llevadero. Aunque, después de haber probado durante una dilatada juventud las aguas de la desmesura en todas las formas imaginables y alguna que otra inimaginable, cualquier otra fuente de recreo resulta por fuerza aburrida. Así que fijó su pensamiento en escapar de aquel 'gaudeamus' de poca monta.

A los postres, su mesa se había disuelto y casi todo el mundo pululaba de aquí para allá como hormigas en hormiguero ajeno. Era el momento de escaparse. Pero algo le detuvo en el último instante.

Reparó en una compañera sentada a unos metros, en una mesa vecina. Nada increíble, salvo el hecho de que le observaba con atención mientras se levantaba. Incluso le sonreía. Un esbozo de sonrisa. La vio acercarse cimbreando como un junco esbelto, bolso al hombro y copa vacía de 'méthode champenoise' en mano, hasta sentarse a su lado.

Era una muchacha de aspecto delicado, con un cuerpo menudo, aéreo, sugestivo. Melena ondulada, con reflejos dorados. Su cara, un óvalo difuso de piel atezada. Vestía una blusa blanca, nívea, y una falda oscura, con cierto vuelo. Las mangas francesas aireaban dos líneas gráciles y por debajo de la falda 'midi' asomaban unas piernas torneadas con primor y enfundadas en seda negra. Sencilla, pura, floreciente.

– Acabarás por desgastarme de tanto mirar. Para variar, podrías probar a decirme algo. Algo bonito, claro, aunque sólo sea por cortesía. O a llenarme la copa –le ametralló nada más sentarse.

– ¿Qué? ¿Cómo? ¿Yo? –él no daba crédito.

– Sí, tú mismo. Después de pasarte cinco años comiéndome con los ojos es lo menos que se podría esperar. Un poco de amabilidad.

Habían compartido aula y tedio desde el principio, sentados a varios pupitres de distancia, bien que apenas habían intercambiado las breves frases rituales. Lo cual no empecía que algunas veces él se hubiera embobado contemplando su belleza serena y alegre. Las mismas veces que ella, naturalmente, no había dejado de advertir.

– Verás, es que soy algo miope. Sin las gafas no... –intentó justificarse.

– Ya. ¿Con que miope, eh? Por cierto, me llamo Micaela, no sé si sabrás. No, seguro que no lo sabes. Y puedes ahorrar ese rollo de que tiene mucha personalidad y todo eso. Así se llamaba mi abuela materna y a mí me tocó la china.

– Sí, lo sabía. Lo del nombre, quiero decir, no que te llamases como tu abuela. De todas formas, a mí... a mí me parece bonito. Micaela.

La piel dorada por el sol confería a su rostro una pincelada indómita, algo salvaje, y una luz misteriosa a sus ojos azules, de un azul difuminado, cobalto, de mar embravecida. En fin, su belleza sólo era comparable con su mordacidad.

– ¡Vaya, si eres capaz de hilar dos frases seguidas! Y hasta puedes ser amable y todo. ¿Y por qué me sigues mirando de esa forma? ¡Ni que estuvieras viendo una aparición! –prosiguió ella disimulando un delicioso rubor casi imperceptible–. A ver, tú... porque dejarás que te tutee, ¿no?

Ni en sueños habría imaginado que lo hiciera.

– Verás –continuó ella–, me ha dado la impresión de que te estabas aburriendo un poco. O un mucho. ¿Me equivoco?

Se estremeció por dentro, intentando mantener la compostura.

– Bueno... Sí. Lo cierto es que ahora mismo estaba pensando en largarme de est...

– Ah, pues no es mala idea. ¿Adónde vamos?

Intentó sacudirse el pasmo. Sin éxito.

– Da igual, ya lo pensaremos por el camino –sentenció ella–. Un segundo –extrajo pintalabios y espejo del bolso y se retocó–. Bueno, ya está. ¿Nos vamos o qué? –apremió según se levantaba y echaba un chal sobre los hombros.

– Esto... Micaela, ¿no habrás estado por casualidad...? –se detuvo a tiempo, previendo que iba a tomarme por un botarate.

– ¿Dónde?

– No, nada, déjalo. Supongo que te estaba confundiendo con otra persona.

– ¿Con otra? ¿Ya empezamos, tan pronto?

– No, no...

– Claro que no. Imposible.

Al final de una velada plácidamente alocada e imposible de olvidar, acompañó a Micaela hasta la puerta de su casa. Llevaban un cuarto de hora largo despidiéndose. Había algo que faltaba, algo que tendría que cuadrar a la perfección ese encuentro.

– Se me ha pasado el tiempo volando. Oye, para ser tan miope eres bastante divertido, ¿sabías?

– Algo de eso debe de haber.

Al final, después de una larga sonrisa, apareció esa pieza faltante.

– Me gustaría contarte una cosa. Pero... no sé, lo mismo me tomas por una majadera.

– Será muy difícil, pero puedo intentarlo.

Pasados unos instantes, ella rompió un silencio mantenido ad libitum.

– Hace un par de meses, algo menos, hice una excursión a Oxford en el tren más barato, ese que hace una parada en Reading. Cuando hizo el alto dejé el libro con que me estaba aburriendo y me dediqué a observar el ir y venir de la gente por el andén.

«En esto, me fijé en un fulano que me miraba sin pestañear, como nadie lo había hecho. Bueno, excepto... Era un joven alto, atildado, aunque con un toque extravagante. Parecía simpático, atrayente, deliciosamente tonto. Me miraba como a una aparición, como si fuese la primera mujer que hubiera visto en su vida. Y me sonreía. Me gustaba aquella mirada, una mirada sincera y cortés, una mirada cálida, de ojos muy oscuros, vehemente, inquisitiva. De repente se puso las gafas. ¡Qué gracia! Parecía... ¿Qué parecía? No sabría decirlo. Pero le daba cierta ternura. Creo que me eché a reír al verle con las gafas, atolondrado y confuso. Fue una sensación cálida.

«No sé lo que duró... pero durante ese tiempo me sentí, y no te rías, me sentí enamorada como una tonta. Qué simpleza, ¿no? Creo que por eso intenté disimular mi desencanto cuando el tren se puso de nuevo en marcha y yo sin apearme un breve instante a ofrecer mi pañuelo al príncipe azul, mi príncipe azul. Y sin que el muy bobo subiera a ese corcel de hierro siquiera a pronunciar amorosamente mi nombre –dijo con teatralidad–. Cuando arrancó el tren de nuevo hizo un amago de levantar su mano, como si quisiera despedirse. Como si no quisiera hacerlo. Hasta que le perdí de vista.

Pero ahí no acaba todo –prosiguió mientras daba media vuelta y entraba en la casa–. Da la casualidad de que... yo creía conocer a esa persona, en cierto modo. No, en cierto modo no, absolutamente.

Él calló. O, mejor dicho, enmudeció durante horas, tratando de elucidar si estaba soñando o si esas cosas, por lo visto, sucedían todos los días.

Micaela recobró su aire travieso. Desapareció por la puerta y, antes de cerrarla, asomó la cabeza.

– Ah, claro. Te lo estarás preguntando ¿Y mañana? Mañana, a cualquier hora. Te estaré esperando. Buenas noches.

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