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Dos hombres y un destino. Los tres protagonistas del filme de George Roy Hill (1969), un trío en el más estricto sentido del término.
Polvo serán, pero sin más

Polvo serán, pero sin más

Sin amor, la poesía no sería solo distinta, sería otra cosa

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Sábado, 10 de febrero 2018

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La tradición indica que donde hay amor hay un poeta. Suele estar mirando a la luna, comprobando que titilan, azules, los astros, a lo lejos. Y está, por supuesto, enamorado. ¿Desde cuándo lo está? Bueno, hay malas noticias para los teóricos de la invención capitalista del amor. Se conserva una tablilla sumeria con un poema del año 2025 a.C. En él una joven se declara a su marido, el rey: «Esposo mío, próximo a mi corazón,/ grande es tu belleza, dulce como la miel./ Me has cautivado…»

Cuatro mil años después, el otoño pasado concretamente, el poeta Marwan –español, superventas, doscientos mil seguidores en redes sociales– publicó un disco-libro titulado ‘Mis paisajes interiores’. Dentro de él, un tsunami sentimental: «Me declaro culpable de amarte de este modo,/ de buscar la conmoción y el desorden,/ de llenar las calles de Madrid de desconcierto».

Este viaje de cuarenta siglos entre Sumer y Lavapiés es solo uno de los posibles, aunque las paradas intermedias serán siempre similares e impresionantes. El amor –el «misterio-de-misterios» en definición de uno de los poetas modernos más proclive al género: E.E. Cummings– es uno de los temas fundamentales de la historia de la poesía. Suprimirlo sería mutilar nuestra tradición, cercenar a lo grande la obra de Ovidio, Safo y Shakespeare, la de Catulo y Shelley, la de Emily Dickinson, Rilke, Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda o John Ashbery.

Cierto que el de la poesía amorosa es un club poco restrictivo y el amor un sentimiento que se adentra en los más diversos recovecos existenciales. Eso explica que se adscriba del mismo modo al género un poema religioso de Santa Teresa («Ya toda me entregué y di/ y de tal suerte he trocado,/ que es mi amado para mí,/ y yo soy para mi amado») que, por ejemplo, la sobrecogedora elegía en la que Czeslaw Milosz despide a su primera mujer: «La amé, sin saber quién era exactamente./ La hice daño al perseguir mi ilusión».

Poemas borrados

  • 1. Poema V de Catulo

  • 2. Amor y noble corazón son la misma cosa de Dante

  • 3. Desmayarse, atreverse, estar furioso de Lope de Vega

  • 4. Amor constante más allá de la muerte de Quevedo

  • 5. Soneto 116 de Shakespeare

  • 6. Ella camina en la belleza de Lord Byron

  • 7. La canción desesperada de Pablo Neruda

  • 8. Funeral blues de W. H. Auden.

  • 9. Una tumba para los Arundel de Philip Larkin

  • 10. El amor después del amor de Derek Walcott

Centrémonos por tanto en el amor romántico, ya saben, la idealización del ser amado, la afirmación de que el sentimiento verdadero todo lo puede, la asunción del dolor como un precio a pagar, etc. ¿Cómo extraemos esa idea de la historia de la poesía? ¿Qué consecuencias tendría hacerlo?

Lo primero será viajar en el tiempo y cambiar la historia. Vayamos a Florencia, año 1275. Y hagamos que Dante se cruce con la hermosa Beatrice Portinari, pero ni siquiera repare en ella. Pongamos que el poeta lleva prisa y choca con un fornido mozo que juguetea con una especie de pelota hecha con trapos, adelantando así la invención del violentísimo ‘calcio fiorentino’.

Sin la influencia italiana, el Siglo de Oro español pierde sus grandes poemas de amor

En 1292 Dante publica la ‘Vida Nueva’, una colección de sonetos sobre la que desde aquel encontronazo casual será su gran pasión: el fútbol medieval. Sus versos pasan a la posteridad como la sofisticada explicación del sentimiento que produce que el delantero de tu equipo avance entre rivales: «Y cuando alzo los ojos para observarte/ en mi corazón se inicia un terremoto/ que suspende en mi alma los latidos».

Vayamos ahora al Viernes Santo de 1327 en Aviñón. Petrarca se cruza con la hermosa Laura, pero no se entera. Camina pensando que también podrían subirse los montes por placer. En 1333 Petrarca asciende el Mont Ventoux. Durante los siglos posteriores, la humanidad considera que el poeta dedica la mayoría de los poemas de su ‘Cancionero’ a su mochila favorita: «Bendita sea la voz con que sustento/ y siembro el nombre suyo en cualquier parte (...)/ y sea bendito todo cuanto arte/ en fama suya doy, y el pensamiento/ que es de ella sin que en él otra haya parte».

Butch Cassidy, Sundance Kid y Etta

A veces la pareja perfecta la forman tres. Que se lo pregunten a Butch Cassidy, Sundance Kid y Etta. O a Jules, Jim y Catherine. «Si la cosa funciona...», que diría Woody Allen. Quizá compartir amante -y hasta cama- acabe por destruir la amistad (‘Y tú mamá también’, ‘Soñadores’, ‘Castillos de cartón’), pero a veces resulta ser la única forma de que la cosa funcione. ¿Cómo va a conseguir el paralítico e impotente Sir Clifford el anhelado heredero si lady Chatterley no se echa un amante?

Desterrado el neoplatonismo, sin rastro del ‘dolce stil novo’, transformado Dante en un forofo y Petrarca en un alpinista, el Renacimiento europeo se convertiría en otra cosa. Las consecuencias serían insospechadas y es probable que la poesía en español tuviese hoy como verso predominante el complicado dodecasílabo en lugar del endecasílabo, tan simple y eficaz como una llave Allen fonética.

Sin la influencia italiana, el Siglo de Oro español pierde sus grandes poemas de amor. Olvídense de los de Garcilaso y Lope. Pero olvídense también de los poemas en los que Góngora parodia el modelo petrarquista, como aquel en que se huye «con pie ya desatado» de las exigencias del amor ideal. Y olvídense, en unos términos similares de reacción, de los sonetos de Shakespeare, donde la misteriosa «dama oscura» se contrapone a la angelical Beatriz, mostrándose como una mujer imperfecta y terrenal.

El eslabón fuerte

Quizá ya se intuye cómo la alteración de un solo eslabón descompone toda la cadena. Cuesta imaginar la poesía de Goethe o Leopardi sin la influencia de los sonetos de Shakespeare. Eso nos lleva a cuestionar el mismo Romanticismo, donde la poesía amorosa alcanza cimas nunca vistas de intensidad. Habría que borrar los poemas de amor de Byron, Keats, Pushkin y Bécquer. Y en el siglo siguiente, solo en la literatura en español, habría que borrar libros enteros: ‘Veinte poemas de amor y una canción desesperada’, ‘El rayo que no cesa’, ‘La voz a ti debida’.

Aunque lo más curioso es que también habría que cuestionar la existencia de los poetas que no cuentan con el amor entre sus temas. Al menos, la de aquellos que hicieron de su obra una trinchera antisentimental. Es obvio que, sin la presencia del amor, la obra de Pedro Salinas sería muy diferente. Pero sin «el ignorante amor» quizá también lo sería la de Borges, o la de T.S. Eliot, que aspiraba a evitar «esos sarpullidos románticos».

La conclusión es probablemente que, sin amor, la historia de la poesía no sería solo distinta: sería otra cosa. Cuesta imaginar que no terminen siendo polvo enamorado el alma, las venas y las médulas que tan gloriosamente arden en el poema de Quevedo. Seguirán siendo ceniza, eso sí, porque manda la biología, pero no sabríamos lo importante: si tendrán o no sentido. ¿Cómo sería ese último verso, uno de los más famosos de la literatura española, sin la existencia del amor romántico? Pues parece probable que bastante peor. Y en dodecasílabo: «Polvo serán, pero sin más: polvo a secas».

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