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Desnudo recostado, 1919
Un estudio en Montparnasse

Un estudio en Montparnasse

Modigliani, el bohemio con mayúsculas, invita al público de la Tate Modern de Londres a visitar de nuevo el París que conoció

BEGOÑA GÓMEZ MORAL

Sábado, 17 de marzo 2018

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Modigliani entra de lleno en la categoría de artistas sobrepasados por el mito. Es probable que su figura sea responsable en buena parte del arquetipo de pintor parisino de los albores del siglo XX. Una figura enfundada en un traje de pana con estilo suficiente para que Picasso declarase que era el único hombre en la ciudad que sabía vestir. Una figura de bebedor ambicioso y artista aun más ambicioso, decidido a cambiar el arte de su tiempo sin participar en movimientos o estilos. Atractivo, incomprendido y enfermo, falleció a los 35 años de la tuberculosis que había marcado su adolescencia en Livorno y que le concedió la tregua de un puñado de años en París dejando abierto el interrogante sobre una obra futura que no pudo ser.

Al poco de llegar recaló en el Bateau Lavoir, bautizado así por la semejanza del edificio en aspecto y sonido –el crujir de la madera al dilatarse y contraerse– con los destartalados barcos-lavadero que surcaban el Sena. Con la escasez de la Primera Guerra Mundial y media Francia movilizada, en el París de cafés desiertos y alma estremecida con las noticias del frente, se trasladó de Montmartre a Montparnasse, donde conoció días precarios al calor de un café seguidos de noches de vino y absenta entre la insensatez y el genio de un artista provisto sobre todo del estilo inconfundible que 100 años después le mantiene cerca del público.

Bocetos por material

Ese bohemio eterno vuelve a ejercer su influjo en la Tate Modern. Incapaz de afrontar cuestiones prácticas, su rigor febril se vierte en la faceta de dibujante. Podía trazar diez o doce apuntes sobre el mismo tema en una sola noche a la luz de las velas. Modigliani nunca borraba, la línea se superponía una y otra vez hasta encontrar la fluidez exacta. ‘Modi’, un juego sonoro con la palabra francesa ‘maudit’ (maldito) estudió tres años en Venecia. Cuando llegó a París con 22, ya tosía, fumaba, bebía y dibujaba sin cesar: «Nunca se dibuja lo suficiente», decía. Su método era corregir sobre las líneas ya trazadas, una y otra vez, o bien rechazar el boceto y arrojarlo al suelo. Influido por Brancusi, quiso ser escultor y con su amigo Epstein birlaba piedras de los edificios en construcción para tallar ídolos antiguos y modernos. Por las noches, encendía velas frente a aquellas cabezas alargadas. Pero la talla en piedra requiere pulmones capaces de soportar el polvo y una resistencia física que no poseía. Hubo de abandonarla en favor de la pintura.

Una recreación en realidad virtual muestra el ‘atelier ocre’, el último que tuvo en la capital gala

A veces intercambiaba bocetos por material de pintura en Sennelier o por un almuerzo en La Rotonde, abriendo así, sin saberlo, la puerta a la desorbitada proporción de atribuciones que rodea su obra. El pintor de cuellos esbeltos y ojos almendrados también representaba, en ocasiones por consejo de su ‘marchand’, desnudos rotundos y lo hacía con una carnalidad que aún es capaz de suscitar censura en medios como el ‘Financial Times’ y la CNBC en las raras ocasiones que salen a subasta haciendo saltar las presillas del mercado. Lo mismo sucedió en su única exposición individual celebrada en vida, intervenida por agentes de la comisaría cercana para impedir que se exhibiesen en el escaparate.

Puede que el suyo sea «arte moderno para quien no disfruta del arte moderno», como sentenció Robert Hughes, pero Modigliani es un acierto de público seguro. Es también el elegido por el museo londinense para ofrecer una experiencia nueva al visitante: la recreación en realidad virtual de su último estudio en París, el ‘atelier ocre’. Los ventanales, la mesa con paleta y pinceles, un brasero de la época compite con el bidón bajo una gotera, el cenicero repleto, un camastro y un baúl, todo se ha reproducido con detalle y rigor para proponer un viaje desde una aséptica sala hasta la lóbrega habitación donde pintó las últimas obras y donde falleció el 24 de enero de 1920.

Drogas y alcohol

La primera persona consciente de su destino artístico había sido su madre, Eugénie Garsin, judía sefardita descendiente de Spinoza, volcada en el hijo enfermo, a quien educó en casa. En París se relacionó con otras mujeres: Anna Ajmátova, Beatrice Hastings y la figura trágica de Jeanne Hébuterne, el arquetipo de mujer-Modigliani que contaba solo 19 años cuando se conocieron.

Biografías recientes apuntan la posibilidad de que el uso de drogas y alcohol fuese en realidad su manera de encubrir la salud precaria. También señalan una personalidad cambiante, tímida e introvertida cuando estaba sobrio y estridente –de volcar mesas o bajarse los pantalones en público– cuando había bebido. La exposición no indaga en los aspectos de la leyenda Modigliani, rastrea en cambio a lo largo de diez salas su relación con el cine y el diálogo constante con el Renacimiento italiano, Carpaccio, della Francesca y Fra Angélico.

Al final Modigliani, después del drama de morir con 35 años, después de que Jeanne se arrojase por la ventana llevándose con la suya la vida de la segunda hija de la pareja, tuvo un entierro de celebridad. «Que lo entierren como a un príncipe», pidió su hermano. Los policías que le habían amonestado se descubrieron la cabeza al paso del féretro hacia Père-Lachaise. Picasso, Brancusi, Soutine, Léger, Severini, Utrillo, Derain, Lipchitz,… estaban allí para despedir una época.

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