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Con burka. Un grupo de mujeres afganas esperan para recibir ayuda humanitaria en Kabul. EFE
Un ensayo de libertad

Un ensayo de libertad

‘Las niñas clandestinas de Kabul’ cuenta la historia de decenas de chicas afganas que se hacen pasar por niños para poder ayudar a sus familias en una sociedad donde la mujer es un cero a la izquierda

ELENA SIERRA

Sábado, 20 de enero 2018

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En este país solo se hizo un censo de población una vez… hace casi cuarenta años. Las guerras sucesivas en estas décadas, las enormes migraciones consecuentes y el aislamiento geográfico en el que, en general, vive gran parte de sus habitantes –creando un abismo en todos los sentidos entre los que viven en las ciudades y los demás– no han ayudado a que posteriores intentos llegaran a buen puerto. Se sabe muy poco de la composición social y cultural. Que hay muchísima gente menor de 25 años, eso es seguro. Que el analfabetismo es brutal, eso también, de ahí que muchas organizaciones humanitarias hayan hecho hincapié en el tema. Más allá de eso…

Se sabe, como dicen los expertos, que más que un país, Afganistán es un conjunto de etnias, muchas, muchísimas. Un símbolo del Islam y la tradición, el que fue cuna del Zoroastrismo es un conjunto de minorías. La mayoritaria representa el 40% de la población: son los pastunes, suníes, pero solo son más en el sur y el este. El norte y el centro son para los tayikos. Luego están los hazaras, perseguidos durante la dominación talibán por ser chiíes. Uzbecos, turcomanos, kirguises, nómadas kuchis. Y más allá de las etnias y la manera de entender la religión, están quienes se criaron bajo una monarquía, otros bajo el Gobierno prosoviético, los educados en el radicalismo de los talibanes, los que solo han conocido la ley de los señores de la guerra, los que han nacido durante la ocupación de fuerzas internacionales…

Así contado, Afganistán parece un enorme lío. Lo parece todavía hoy, como lo cuenta la periodista sueca Jenny Nordberg, que ha viajado y vivido por temporadas allí durante los últimos siete u ocho años. Ni ella misma, en sus largas investigaciones para periódicos como ‘The New York Times’ y ‘The Internacional Herald Tribune’, puede finalmente hacerse una idea. Sigue metiendo la pata cuando gesticula o sonríe o toca a un hombre en público. Sus zancadas son demasiado largas y tiene que pensarse mucho sus reacciones y sus preguntas, ambas cosas tienen la misma importancia. Porque es extranjera y no entiende.

Puede acompañar a su madre y hermanas a la calle y esto es a menudo vital: si no, nadie puede salir

No debes, no eres

Cuando, mientras entrevistaba a una parlamentaria afgana en su casa de Kabul, esta le dijo que su hijo era una niña… pensó que no entendía, de nuevo. No: Mehran nació niña, pero como sus padres ya tenían tres –su padre, de hecho, cuatro; una de su primera esposa–, le ofrecieron vestirse de crío. Un hijo varón es, en Afganistán, fundamental. Si no se tiene, hay que inventárselo. Asegura respetabilidad a la familia y que se acabe la presión de los parientes y los vecinos sobre los padres para que sigan procreando (aunque tengan ya media docena de criaturas en uno de los países más peligrosos del mundo). Puede acompañar a su madre y hermanas a la calle y esto es a menudo vital: si no, nadie puede salir de casa. Puede trabajar y conseguir dinero, y eso en una economía como la afgana es la diferencia entre comer y no.

Nordberg descubrió esta historia y, aunque en principio creyó que era un caso único –¿cómo era posible que nadie le hubiera hablado de ello antes?–, cuando empezó a tirar del hilo descubrió decenas de niños que eran niñas. Pequeños grandes pilares familiares. Niños mágicos, que ayudan a sus madres a dar a luz varones por arte de magia, de imitación. Y más allá de eso, descubrió que no todas vuelven a ponerse los velos y las faldas en la pubertad, que es la norma para esta convención social de la que nadie habla, porque lo mismo que el necesario hijo ha de inventarse, lo que no se cuenta no existe. Algunas se niegan y siguen aparentando ser muchachos. De estas, las hay que son obligadas a casarse y es entonces cuando vuelven al redil (en este caso, delimitado casi siempre por las paredes de la casa). Pero están también las que han convencido a su padre y hermanos, si los hay, de que es mejor que ellas vivan siempre como hombres.

La anécdota no lo es tanto, es lo que cuenta Nordberg en ‘Las niñas clandestinas de Kabul’ (publicado por Capitán Swing). Historia antigua, una forma de esquivar la norma y los mandatos religiosos, pero también de no resignarse a la falta de libertad. La periodista va sembrando la crónica de referencias históricas, antropológicas, biológicas, de datos sobre una ayuda internacional que ha sido enorme desde 2001 pero que no ha cambiado nada sustancialmente. Teoría de género… Y, lo que resulta muy interesante, el libro hace una comparación de la situación –pero cómo si no, simplemente por exposición de hechos– entre Occidente y Oriente. Por mucho que tendamos a analizar otras realidades pensando que la nuestra es mucho mejor, el gran problema es común: la concepción de la mujer como una posesión y como un bien que habla del honor del hombre más que del valor de ella misma.

Puede acompañar a su madre y hermanas a la calle y esto es a menudo vital: si no, nadie puede salir

En Afganistán, por supuesto, todo se agrava, como en otros lugares por todo el mundo y en todas las épocas de cuyas tradiciones parecidas a esta de las ‘bacha posh’ se da cuenta en ‘Las niñas clandestinas de Kabul’. Desde la pubertad, la mujer no puede mostrar un pelo, mover las manos, dejar al aire un pie; estudiar, decidir (cualquier cosa), ir y venir, heredar, denunciar, llevarle la contraria al dueño y marido. ‘No’ es la palabra que siempre les dicen. No solo ‘no debes’, que pesa mucho, sino sobre todo ‘no puedes’. Y el terrible ‘no eres’. Eso también es muy occidental, base de los roles de género. Por eso, algunas de las madres afganas con las que se encuentra Nordberg le explican que solo haciendo a sus hijas vivir una época de sus vidas como niños pueden mostrarles todas las capacidades que tienen. Es un sí. Sí al valor que cada una de ellas tiene, y que ha de cultivar en la mayor libertad posible, la que ofrece parecer un chico.

Azita, Zahra, Shukria, Shaheda (que con más de 30 años sigue viviendo como Shahed), Sakina y otras muchas ayudan a construir una crónica en la que se deja bien claro que «las mujeres nunca han sido ‘un problema’. La historia de Afganistán en las últimas décadas es un ejemplo de cómo las mujeres –y el control que se ejerce sobre ellas– siempre han estado en el núcleo del conflicto».

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