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Castillo de Trakai, que se levanta en una isla en medio de un lago cerca de Vilnius. ANA RODRÍGUEZ
Capitales bálticas, en torno a la Revolución

Capitales bálticas, en torno a la Revolución

El intenso crecimiento económico de ciudades como Riga, Nalva o Vilnius no ha restañado todas las heridas ni resuelto el problema de las minorías rusas

ANTONIO ELORZA

Sábado, 11 de noviembre 2017

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En vísperas de la Revolución de 1917, la Rusia zarista presentaba un cuadro político desolador. Pero por debajo de esa superficie herrumbrosa, desde 1880 había registrado un espectacular crecimiento económico y una fascinante eclosión de las artes, sobre todo en Moscú.

Esos tiempos dorados alcanzaron a otras ciudades del imperio. Es el caso de Riga, ciudad portuaria sobre el Báltico, cuyos progresos en el comercio, las finanzas y la demografía se disparan una vez establecido el enlace ferroviario con Moscú. La presencia de una importante población germana, conectada en los planos económico y cultural alemanes, sirvió para que la ciudad protagonizara un fulgurante crecimiento urbanístico destinado a reflejar ese vínculo. Los cientos de edificios modernistas que se acumulan entre 1899 y 1915, convirtieron a Riga en una capital europea del Jugendstil.

Fue como si los principales arquitectos se hubieran entregado a un concurso ininterrumpido para ver quién presentaba una obra más original, sobre todo en sus elementos decorativos. Uno de ellos, Mijail Eisenstein, padre del cineasta, desdeñó abiertamente los problemas de la estructura interior, para dar prioridad a una decoración plagada de elementos de todo tipo (mascarones, cariátides, esfinges). La diversidad de objetivos puede ser constatada en una calle que es una auténtica exposición del estilo, la Alberta Iela, por el obispo alemán fundador de la ciudad, abierta con el esplendoroso juego de volúmenes de la casa diseñada por Konstantins Peskens. En ella se encuentran fachadas de Eisenstein, al borde del horror vacui y la muestra del romanticismo nacional, «en busca del espíritu de nuestros antepasados», obra de Eizens Laube. Los nombres alemanes abundan tanto entre los arquitectos como entre sus promotores. Era una burguesía dispuesta a gastar lo necesario para mostrar su poder.

Catedral de Alexander Nevski, en Tallín.
Catedral de Alexander Nevski, en Tallín.

Riga también exhibe unos singulares mercados que aprovechan los hangares para zeppelines de la Gran Guerra. En 1914 se trunca ese ascenso. Y luego, al caer el zarismo, Letonia, Estonia y Lituania proclaman la independencia, que será reconocida por Rusia en 1920, solo para verse invadidas por Stalin en 1940 y, tras la ocupación alemana, topar de nuevo con la integración forzosa en la URSS. Los tres países experimentan una vida a saltos, en cuyo curso –hasta la nueva independencia de 1990– a la represión del nacionalismo se unió la inmigración rusificadora en Estonia y Letonia, llegando aquí a equilibrar las poblaciones y hacer de Riga una ciudad rusófona. A pesar de las restricciones para el acceso de rusos a la nacionalidad, el partido dominante en Riga es el ruso de la Concordia, primero también en las parlamentarias, aun cuando aquí le frena la unión de partidos letones.

Frente a Rusia

Ser pequeño tiene sus inconvenientes si Rusia es el vecino. El exponente arquitectónico de mayor relieve en Letonia, el hermoso palacio barroco de Rondale (Ruhe Tal, valle del descanso), diseñado por Francesco Rastrelli, creador del Palacio de Invierno, fue sede transitoria del gran ducado de Curlandia. El duque se hizo retratar con aires de monarca a fines del XVIII; de nada le valió ante la anexión rusa de 1795.

En otra ocasión, el dominio soviético tuvo en 1940 consecuencias más trágicas: el último palacio Art Nouveau de la actual Avenida de la Libertad, la Casa de la Esquina, sirvió de centro de torturas y ejecuciones de la NKVD.

El intenso crecimiento económico de los tres estados no ha restañado todas las heridas ni resuelto el problema de las minorías rusas. Especialmente en Estonia, donde la población rusa se concentra en Narva, junto a la frontera, y las restricciones a la ciudadanía son mayores. El rechazo al idioma ruso es mayor que en Letonia, mientras nuevos edificios espectaculares aíslan a la ciudad vieja, de estampa hanseática. Hoy es reducto de turistas, que adquieren artesanía y degustan la carne de reno en la calle Rastakaevu. Los brocantes rebosan de recuerdos nazis.

Cementerio en Vilnius.
Cementerio en Vilnius.

En Vilnius, también con una atractiva ciudad vieja y bellas iglesias, como la de Santa Ana, el protagonista es el vacío, un gueto que hasta 1941 albergaba a los casi 60.000 judíos de la ‘Jerusalén del Norte’, casi totalmente exterminados. Aquí tuvieron participación los lituanos, los cuales a su vez habían sido deportados y asesinados en 1940-1 por los ocupantes soviéticos. Hay por ello tensión en los lugares de memoria, con el oficial Museo del genocidio, casi en su totalidad lituano, incorporando una estremecedora cárcel de la NKVD. El pequeño museo del Holocausto queda fuera. Contrapunto utópico: la República de artistas de Uzupis a orillas del río.

El turismo abunda en una ciudad atractiva, de corte centroeuropeo, donde cabe degustar el venado y el oso en la Ciudad Vieja. A unos kilómetros se alza Trakai, con un castillo de cuento de hadas en su isla y su lago. Muy lejos de esa revolución que en 1917 cambió a los tres países.

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