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Visita de Franco al repoblado Prado en febrero de 1940. EFE
El arte en la guerra

El arte en la guerra

El catedrático Arturo Colorado analiza «la instrumentalización franquista» del patrimonio artístico español entre 1939 y 1945

IRATXE BERNAL

Sábado, 24 de marzo 2018

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Goya pintó a la joven marquesa de Santa Cruz con una lira para que la viéramos como una mecenas de las artes, como una musa de su época. Pero a los ojos franquistas, el instrumento cobró otro simbolismo; el lauburu labrado en él recordaba tanto a la esvástica que convertía el retrato en un formidable medio para ganarse a Hitler. Lo cuenta el catedrático de Historia y análisis del arte visual de la Universidad Complutense Arturo Colorado en ‘Arte, revancha y propaganda’ (Cátedra), un estudio pormenorizado de la «instrumentación franquista del patrimonio artístico durante la Segunda Guerra Mundial».

El libro explica cómo «la política del régimen sobre las obras en el exterior está supeditada a los vaivenes del conflicto bélico, utilizando algunas piezas como moneda de presión, de aprecio hacia sus amigos o de ajuste de cuentas para sus enemigos». Así, lo que a los españoles se les vendió como una intensa campaña por «rescatar las obras expoliadas por los republicanos durante la Guerra Civil» se convirtió en numerosas ocasiones en oportunista mercadeo.

En 1939 Franco regaló a Hitler tres obras de Zuloaga. El líder nazi correspondió el gesto con un ‘mercedes’

Naturalmente, la propaganda no hizo distinción entre el patrimonio evacuado por el Gobierno republicano para preservarlo de los bombardeos franquistas del que, a río revuelto, fue robado y vendido por gentes de los dos bandos en un mercado internacional «ávido de piezas procedentes de España». Es más, lejos de reconocer a los ‘rojos’ que preservaran lo que Francesc Cambó consideraba «un tesoro sin par que en el activo del país vale más que Marruecos y que algunas provincias metropolitanas», el régimen iba a hacer todo lo posible por perpetuar el recuerdo de la quema y saqueo de iglesias de los primeros meses de la contienda.

Búsqueda

Una vez reclamados los fondos del Prado, el Palacio Real, El Escorial, la Academia de San Fernando perfectamente inventariados en la sede ginebrina de la Sociedad de Naciones, tocaba la nada fácil tarea de encontrar las obras que habían salido clandestinamente del país. La búsqueda resulta infructuosa pero coincide con el reconocimiento oficial del Gobierno de Burgos por parte de franceses y británicos. Lo hacen para evitar sumar un enemigo en la Segunda Guerra Mundial, un interés del que las autoridades franquistas van a intentar sacar provecho.

Frente a la imposibilidad de encontrar obras que se sospechaba que podían hallarse en Francia se opta por negociar la devolución de algunas que se sabía a ciencia cierta que lo estaban. Concretamente en los fondos del Louvre. Allí se exponían la ‘Inmaculada’ de Murillo, «la más perfecta imagen de la patrona de España», que había sido ‘adquirida’ por un mariscal del ejército napoleónico del Hospicio de Venerables Sacerdotes de Sevilla, y la Dama de Elche, «símbolo del origen de la raza española» legalmente comprada por un arqueólogo francés al propietario de los terrenos donde apareció.

En España no se dijo, pero para lograr «la reparación histórica» a la pinacoteca gala se le ofrecieron un ‘velázquez’ repetido, un ‘greco’ de segundo orden y, tocando la fibra nacionalista, la mitad de la tienda de Francisco I, un regalo de Solimán que las tropas de Carlos V se trajeron –entera– tras hacer prisionero al monarca francés en la batalla de Pavía de 1525. El acuerdo es mucho más ventajoso para unos que para otros, y pese a las protestas de los responsables del Louvre, el Gobierno de Vichy hace lo posible para que, como quiere el español, la ‘Inmaculada’ llegue a Madrid en la festividad del 8 de diciembre de 1940, días antes de la entrevista de Franco y Serrano Suñer con Mussolini en Bordighera.

En ese momento, Alemania ya ha ocupado Francia y Franco quiere coquetear con Hitler, un pintor frustrado al que se puede camelar echando mano de los fondos del Prado. De hecho, en 1939, sabiendo que uno de los grandes anhelos del líder nazi era la construcción en Linz de su Führermuseum, ya se le habían regalado tres obras de Zuloaga y dos figuras de oro visigodas. Un detalle al que Hitler correspondió regalando a Franco un Mercedes.

Patio de la Infanta

Es entonces cuando alguien repara en «la especie de esvástica» que adorna la lira de la marquesa de Santa Cruz. El suyo se considera además un retrato que aún muestra rasgos neoclásicos, más del gusto de la «escasa y conservadora sensibilidad del Führer que la rabiosa modernidad de las obras posteriores de Goya». Era pues una obra menor, perfecta para regalar aunque tuvieran que comprársela a la familia Silva –propietaria legítima que lo reclamaba desde el final de la guerra– e incluso acompañarla de doce ‘grecos’ (un apostolado completo) pertenecientes a una serie de la que había copia en Toledo.

Para disfrazar el agasajo y enmarcarlo en la patriótica recuperación del patrimonio, se escuchan los ruegos del alcalde Zaragoza, que lleva tres años pidiendo ayuda para comprar el Patio de la Infanta, una obra arquitectónica renacentista trasladada a París tras ser legalmente comprada por un familia judía de comerciantes en 1903.

Las autoridades franquistas contaban con que los nazis no solo no pondrían pegas a la salida de Francia de una propiedad judía, sino que incluso presionarían lo que hiciera falta a favor de los negociadores españoles, que se entretuvieron más de la cuenta discutiendo entre ellos la forma de abaratar la adquisición. Mientras, los primeros reveses nazis en Rusia y el norte de África llevaron a Franco a la prudencia y la destitución del germanófilo Serrano Suñer.

Ahora tocaba hacerse perdonar por las potencias aliadas, así que la marquesa se quedó en el Prado y el Patio de la Infanta, en París. La primera, hasta que el propio Franco decidió que no quería cerca un recordatorio de su amistad con los derrotados y ordenó su subasta en Londres, donde fue adquirida por un coleccionista bilbaíno. Y el segundo, hasta que en 1957 lo compró Ibercaja, en cuya sede zaragozana está hoy situado.

España pasaba de la no beligerancia a la neutralidad y alardeando de su nuevo posicionamiento incluso se atrevió a ofrecer el segoviano palacio de Riofrío como cobijo de los fondos del Louvre escondidos en el sur de Francia y en peligro por el recrudecimiento final de la guerra. Una propuesta que los franceses rechazaron sin demasiadas contemplaciones.

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