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La película de Coppola presenta escenas cargadas de simbolismo.
Pandilleros enjaulados

Pandilleros enjaulados

Considerada una de las obras más personales de Coppola, ‘La ley de la calle’ estrena esta sección dedicada a rescatar grandes películas de la historia del cine

Fernando Belzunce

Martes, 25 de agosto 2015, 17:55

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A principios de los ochenta, peleado con los grandes estudios y decepcionado por el hundimiento de Zoetrope, su productora independiente, el animal cinematográfico Francis Ford Coppola volvió a apostar por el riesgo y se sumergió en un díptico basado en las novelas juveniles de Susan E. Hinton, una escritora cuyos grandes admiradores eran, como ella reconocía, descarriados que habían pasado por los reformatorios de la América industrial. Rebeldes, la primera adaptación de estas obras, es la más conocida, pero La ley de la calle es sin duda alguna la más relevante. Premiada con la Concha de Oro del Festival de San Sebastián, es considerada una obra de culto por cineastas como Quentin Tarantino y ocupa un lugar destacado en la memoria de muchos cinéfilos pese a ser prácticamente desconocida para el gran público, que ya en el año de su estreno, 1983, hizo que pasara desapercibida, con el consiguiente fracaso en taquilla y un nuevo varapalo para su insaciable creador.

Rodada en blanco y negro, bajo la influyente sombra de Sed de mal, la película presenta a Rusty James (Matt Dillon), un joven presuntuoso e indomable que quiere revivir los tiempos en que las bandas juveniles se disputaban las calles, cuando su hermano mayor (Mickey Rourke), conocido como el chico de la moto, era el rey. Sin embargo, el regreso de este singular monarca, cambiado después de dos meses de ausencia, trastoca de repente sus ideas. El chico de la moto, tan idolatrado por su hermano como enigmático, se muestra muy diferente. Cambia su visión de la vida y le anima a emprender una desesperada búsqueda de la libertad. Una idea que Coppola refuerza al utilizar como metáfora a unos peces luchadores de Siam, enfocados como los únicos elementos de color durante todo el oscuro metraje. Encerrados en el acuario de una tienda, obsesionan al personaje de Rourke, empeñado en soltarlos en un río para que acaben en ese mar que él, según remarca en una escena, nunca ha podido ver pese a que acaba de regresar de un misterioso viaje a California.

Ese poético uso aislado del color, al que Steven Spielberg recurrió años después en La lista de Schindler para señalar el abrigo rojo de una niña judía, es un detalle de los tantos que la cinta brinda al espectador para guiarle en una narración cargada de dobles sentidos y de una profundidad filosófica que supera por completo la novela de Hinton, cuya trama se ve potenciada por el lirismo que despliega Coppola. Magnífica y delicada, La ley de la calle es una película tan abierta a las interpretaciones que cada revisión supone un nuevo deleite.

Todo gira alrededor del personaje interpretado por Mickey Rourke, que se asemeja a un antihéroe existencialista de Albert Camus y reúne las claves de esta dolorosa historia. De apariencia alucinada, su comportamiento resulta extraño. Es daltónico, apenas se le oye cuando habla y en algunas escenas parece sordo, lo que recalca su independencia, su aislamiento, frente a la sociedad en la que le ha tocado vivir. Ajeno a las normas, un policía (William Smith) le persigue con fijación porque odia que sea un modelo a seguir para el resto de los pandilleros. Solo su padre, un alcohólico al que da vida Dennis Hopper, parece tener las claves para entenderlo: « Tiene una percepción tan lúcida de las cosas que es incapaz de adaptarse. Tenía que haber vivido en otra época».

El paso del tiempo

Coppola utiliza la inquietante presencia de relojes en diferentes escenas y el acelerado y desasosegante movimiento de las nubes para acentuar ese paso del tiempo al que los protagonistas, de insultante juventud, parecen enfrentarse de repente, y que al mismo tiempo introduce la sensación de que se ha puesto en marcha una cuenta atrás para ellos. Personajes rotos, perdidos, marginales, de una romántica desesperación, interpretados por actores que después marcarían época, como Nicholas Cage (sobrino del director), Chris Penn, Lawrence Fishburne o Diane Lane, aparte de un Tom Waits que parece sacado de sus canciones más melancólicas. Se arrastran por unas calles que parecen no tener salida. Un ambiente asfixiante recreado por la fotografía de Stephen H. Burum, en quien Coppola también confió Rebeldes y que logra crear un clima onírico a lo largo del metraje, repleto de planos tomados desde ángulos poco comunes. Como la escena en la que los dos hermanos contemplan los llamativos peces de colores que el chico de la moto, fascinado, se propone liberar tras pronunciar una frase que resume el espíritu de la historia que se cuenta: «Están encerrados y por eso se pelean».

De bellísima complejidad, La ley de la calle es la historia de un ansia. De una búsqueda. De una libertad que, en un homenaje al Truffaut de Los 400 golpes, se representa a través del mar. No sorprende que sea una de las obras favoritas de su autor. La filmó a continuación de Rebeldes, prácticamente sin descanso, cuando el imperio de la contracultura que había instalado en San Francisco ya se tambaleaba. Había perdido su fortuna con el musical Corazonada, pero siguió rechazando las ofertas de los grandes estudios para los que ya había filmado las dos primeras partes de El Padrino o Apocalypse Now. Repudió de nuevo su sistema de producción, y con ello las reglas del mercado, para filmar una nueva muestra de ese cine de autor que tanto perseguía, que tanto le condenaba y que en esta película alcanza su máxima expresión.

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