Cuando el barrio era una familia en Miranda
La generación que se crió en las tres calles de la Parte Vieja y jugó en el mítico Sporting se reúne para evocar las anécdotas de su infancia
Raúl Canales
Sábado, 18 de octubre 2025, 23:47
La semana pasada tomaron las calles de la Parte Vieja los miles de mirandeses que pasaron la juventud en sus bares. Ayer lo hicieron los ... que pescaban culones en la cava de la calle San Lázaro mientras sus madres lavaban la ropa, los que escucharon en las tardes primaverales a las monjas de Las Josefinas cantar y los que hicieron decenas de guas en la calle Romancero para jugar a las canicas.
Los que nacieron y crecieron en el barrio histórico aún tienen frescas aquellas épocas en las que la vida social de la ciudad estaba en Aquende y no al otro lado del puente. «Supongo que nuestro barrio era como muchos otros en España, esos que ya nunca volverán y en los que se hacía la vida en la calle», recuerda Ángel Melgosa, que ha escrito un texto para la ocasión en la que enumera muchos detalles de lo que era la Parte Vieja mucho antes de que el ocio nocturno se apoderase de cada metro cuadrado y la zona sufriera una metamorfosis que luego la acabaría condenando al ostracismo.
En la memoria de Melgosa y de los de su generación permanece imborrable el aroma de las rosas del camino que conducía a La Picota que dejaba paso al del estiércol cuando llegaba la popular Feria del Ángel. También los interminables veranos en los que acercarse a la chopera «era como ir de safari porque los juncos brotaban por toda la ribera». Los árboles proporcionaban escondite y también herramientas para fabricar arcos y espadas con las que recrear batallas y juegos antes de que los padres y madres sacaran sillas de las casas para sentarse a charlar en grupo al anochecer.
Los ecos del pasado también evocan los años en los que la Parte Vieja, como el resto del país, intentaba despertar a la modernidad pero en los que aún era necesaria la pillería para buscarse la vida. Mientras los trabajadores de la empresa eléctrica se esforzaban por llevar el tendido a todo el barrio, los chicos recogían el cobre que quedaba desperdigado y que «se pagaba a 60 pesetas el kilo», recuerda Melgosa, todo un botín que se solía gastar en la tienda de ultramarinos en la que se compraba lo necesario para llenar la mesa familiar. Y si sobraban unas monedas, se gastaban el domingo después de misa en unos caramelitos de nata.
El trabajo y los quehaceres diarios dejaba poco tiempo para el ocio, pero las fiestas de la calle San Juan eran sagradas, con sus carrozas como momento estelar. Y en la conocida campa de paja, surgió el Sporting, un equipo de fútbol que defendió con orgullo al barrio frente a otros clubes de la ciudad y que contaba con la pared del cementerio como improvisado campo de entrenamiento, un lujo para la época. El fútbol, y el futbolín, ocupaban gran parte de las horas y las preocupaciones de los jóvenes hasta que un deporte rural le ganó la partida: los bolos.
Un cura de Santa María el padre de Melgosa, que conocía el juego por su tierra de origen, decidieron montar una bolera de tres tablones que pronto llamó la atención de todos los mirandeses, que acudían a disfrutar de un deporte inusual hasta la fecha. «También llegaban atraídos por las buenas meriendas de sardinas a la brasa que se montaban», recuerda.
Pero poco a poco los vecinos se fueron mudando al otro lado del puente, los negocios fueron bajando la persiana de forma progresiva y el bullicio de calles llenas de vida dieron paso al ruido de la música de los bares, pero solo los fines de semana. La fiesta nocturna disimuló durante un par de décadas el declive de un barrio que había perdido gran parte de su identidad, y cuando las luces se apagaron, la realidad emergió con toda su crudeza. La Parte Vieja no es ni la sombra de lo que un día fue, aunque para muchos que crecieron en sus calles la esencia del barrio sigue viva en su corazón.
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