Otoño en el Molino de Urdániz
El navarro David Yárnoz ha llevado el restaurante de carretera de sus padres hasta el Olimpo de Michelin
Javier Yárnoz trabajaba como tornero en Pamplona. Y, su mujer, Isabel Martín, nacida en Moraleja de Cuéllar (Segovia), era peluquera. Hace 27 años reunieron a sus tres hijos, los montaron en el coche y les llevaron a ver un caserón pegado a la Nacional 135, en el Camino de Santiago, camino de Roncesvalles. Al otro lado del Arga se levantaba su futuro.
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Molino de Urdániz
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Dirección Ctra. Nacional 135. Km 16,5.
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Teléfono 948304109.
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Precios Menú tradicional: 27,5 €. En las seis mesas (12 pax) del dos estrellas ofrece un menú de 12 pases a 99 € y el menú Evolución (14 platos) a 132 €.
Un cuarto de siglo después el caserío luce dos estrellas Michelin en la fachada y David Yárnoz Martín, adolescente asombrado aquel día, es hoy un cocinero con identidad propia en la culinaria española. «Cuando cogieron el molino de Urdániz mis padres no tenían ninguna experiencia en gestionar un negocio hostelero. Era una forma de autoempleo», recuerda hoy David Yárnoz (Pamplona, 1974) en la planta baja del edificio mientras Jaione Echarri, su mujer, limpia patitas de cordero y trenza sabrosas coletas con tripas de lechal en la cocina. «Cuando nos enseñaron el sitio a mis dos hermanas mayores y a mí, nos pareció una locura. Mis padres arriesgaban sus vidas y su patrimonio por un bar de carretera...», suspira el cocinero con la incredulidad de aquel primer encuentro todavía anclada en el alma. «Pero aquí seguimos», sonríe.
El Molino de Yárnoz, con dos flamantes estrellas desde el año pasado (solo hay 25 restaurante con semejante galardón en España), brota como un prodigio culinario en mitad de la nada, en la cuneta de la carretera que lleva hasta la Real Colegiata de Santa María y a la frontera francesa. «Siempre fue un lugar de paso, un sitio donde paraban a almorzar cazadores de palomas y jabalíes, pescadores de truchas, montañeros, gente que salía a coger setas o caracoles... Aquí cocinaba mi madre, que aprendió de mi abuela Majesús. Isabel, mi madre, tenía mucha dedicación a la cocina. La recuerdo consultando y leyendo los ocho tomos de la Enciclopedia Larousse y las obras de Paul Bocuse. Bordaba el ajoarriero, las manos, los menudicos (patorrillo) con sangrecilla de cordero y, al mismo, tiempo se lanzaba con platos atrevidos como los pasteles de pescado o de marisco... Empezamos dando almuerzos; huevos con txistorra, con jamón, callos, ajoarriero... Poco a poco se fueron mejorando las instalaciones y ampliando la carta», recuerda.
Estudiante casado... y con hijo
David empezó sirviendo platos, pero, ya casado y con un hijo recién nacido, decidió ponerse a estudiar cocina en la escuela de Luis Irízar. «Allí aprendí a cocinar porque no sabía nada, justo lo que le había visto a mi madre y a Jaione, mi esposa. En clase era el mayor; tenía de compañero a un chaval de 16 años y yo ya tenía un hijo... Iba y venía a San Sebastián a diario. Una de mis compañeras fue Lara Martín, la esposa de Álvaro Garrido, del Mina bilbaíno», recuerda de aquella etapa iniciática.
Dice Yárnoz que con Irízar aprendió los fundamentos de la buena cocina, la base, el cemento en esos pilares que precisa cualquier cocinero que pretenda crear y crecer. «De la escuela nos mandaban a hacer prácticas. La primera gran cocina que pisé fue la del Bodegón Alejandro, que gestionaba Martín Berasategui. Luego pasé por el Okendo, por el Akelarre de Pedro Subijana y por el Alameda de los Txapartegi. De Fuenterrabía recuerdo la llegada de las barcas con las lubinas vivas y las bromas que me gastaba un japonés con el modo de conseguir el espectacular color verde del perejil de la casa...», ríe. Más adelante, y ya por su cuenta, recaló donde Koldo Rodero, pasó por Mugaritz (Martxel estaba entonces en cocina) y por El Celler de Can Roca, donde se empapó del oficio de Joan Roca. «Conocer esas cocinas te da energía, más fuerzas y más ganas...», apunta.
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«Cuando empiezas –confía– tienes ansia por recopilar recetas, información... Luego te das cuenta de que eso no es lo importante. Que son solo medios para desarrollar tu personalidad. Lo importante es tener identidad», remarca. «¿Cocineros que me gusten?Manolo de la Osa, aunque no llegué a conocer Las Rejas. Y Ferran Adrià. Estuve en Cala Montjoi con Álvaro Tobalina en 2009. La cena duró hasta las tres de la mañana. Recuerdo que sentí emociones. La comida de elBulli se basaba en transmitir emociones. Pero todavía no lo entendía», cabecea.
Ponerse en el paladar de un cliente
David Yárnoz nos confía un secreto. Claro que un chef prueba y prueba decenas de veces todos y cada uno de los platos que prepara antes de que se incorporen al menú. Pero otra cosa bien distinta es ponerse al otro lado de la barricada, colocarse en el pellejo y en el paladar de un cliente esperanzado. «En septiembre de 2017 decidí sentarme en el comedor de arriba y comer, por primera vez, mi menú completo», recuerda.
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–¿Y qué pasó?
–Lo que sentí en la mesa no tiene nada que ver con lo que sentía en la cocina. Vives los once platos de otra forma. ¿Qué me pasó? Que hasta la mitad del menú estaba sintiendo cosas. Era emocionante. Del sexto plato al final... estaba todo rico, bien, pero perdí el interés. Supe que tenía que cambiar, que no me podía conformar. Ahora busco que cada plato empuje para crear una emoción. Y el día que la encuentro estoy feliz, eufórico...
Créanlo a pies juntillas pues lo dice un cocinero al que le chifla comer. «Si no como bien, me cambia hasta el humor», señala. Al punto de que si lleva a los amigos a almorzar a un restaurante que les recomienda y salen de allí insatisfechos «es capaz de pasarse dos días sin hablar, del enfado que agarra», acota su colaborador Álvaro Tobalina.
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Yárnoz ha llevado ese deseo de provocar pasiones al extremo de alterar el ritmo del servicio (habitual) de los platos. «Quiero ser honesto; emocionarme con los platos que hago. El orden establecido en los platos de un menú gastronómico no es inamovible. Tras la molleja y el foie, por ejemplo, puedo servir un plato frío de trucha. Me importa el ritmo y romper la monotonía para buscar emoción», señala.
Otro pilar de su cocina es valorar los productos al margen de su coste.» García Santos apreció mucho un plato hecho solo con patata. Y aprovecho el coral de la vieira. Me atraen los productos humildes como el puerro, la cebolleta o la patata. O el pepino encurtido. Ahora que entra el otoño llegan los hongos, la caza, las verduras de invierno y... los espárragos, mi producto fetiche».
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