Un país de camareros
Empatía, dotes de comunicación, inteligencia emocional o resolución de conflictos son algunas de las virtudes que la sociedad puede aprender de los profesionales de sala
guillermo elejabeitia
Viernes, 3 de enero 2020, 11:31
«Un país de camareros». La coletilla, claramente despectiva, hace un flaco favor al prestigio de un oficio cuyas dotes de comunicación, empatía, hospitalidad o resolución de conflictos bien podrían servir de ejemplo para nuestra sociedad. «Gente con mano izquierda, que sepa escuchar y actuar en consecuencia es precisamente lo que necesitamos», dice una de las voces más respetadas de la profesión. Se trata de Josep Monge, alma del restaurante barcelonés Via Véneto, que ha visto reconocida su trayectoria en la primera edición de Host Awards, los premios con los que los profesionales del sector se han propuesto recuperar el orgullo de ser camarero.
No lo tienen fácil. Los camareros no acaparan las portadas de las revistas, ni protagonizan concursos de televisión. Muchos niños quieren ser cocineros, pero ¿cuántos sueñan con ser camareros? Su reconocimiento social está a años luz del de los chefs, y sin embargo su labor preside muchas de las conversaciones que mantenemos sobre gastronomía. «Un buen servicio es la mejor publicidad de un restaurante –advierte Carmen González, del madrileño Zalacaín– alimenta el boca a oreja y puede influir en la reputación no solo de la casa, sino del país entero». ¿Acaso no recuerdan mejor el desparpajo de la dueña de aquella trattoria de Roma o la cara estirada de aquel mâitre de París que lo que les pusieron ese día en el plato?
El empleo de camarero es una especie de mili por la que ha pasado medio país. ¿Quién no ha trabajado alguna vez poniendo copas o sirviendo banquetes para pagarse los estudios o «hasta que encuentre algo de lo mío»? Se ha instalado la idea de que cualquiera puede ser camarero, pero el oficio es mucho más que saber tomar una comanda, servir el vino o transportar platos. Las habilidades son relativamente fáciles de aprender, pero hay características personales sin las que será difícil armar a un buen profesional.
La más evidente parece ser la simpatía y el don de gentes, un arte que Kontxi Beobide ha aprendido a cultivar observando a su jefe, Juan Mari Arzak. Cuando llegó a la casa hace cuarenta años era una jovencita más bien tímida, a la que le «daba un poco de vértigo» la responsabilidad que iban depositando en ella, pero con el tiempo ha hecho suyo el estilo del patriarca. «Él ha sido mi mentor, el que me ha enseñado a presentar un plato con alegría, y eso el cliente lo aprecia mucho».
La otra gran virtud es la discreción. «A la hora de recibir, acompañar o hablar con el cliente, debemos poner mucho cuidado de no invadir nunca los espacios que no nos corresponden», advierte Josep Monge, maestro de un oficio en el que también rige el secreto profesional. No es partidario del tuteo indiscriminado ni de la excesiva familiaridad, lo cual no quiere decir que no se pueda tejer una relación cercana. «El límite lo marca siempre el cliente, la misma persona puede llegar un día con ganas de hablar y otro desea que le dejen tranquilo, hay que observar su conducta y respetarla, a partir de ahí se trata de hacerles lo más felices posible».
«El servicio clásico es una gran escuela, pero nosotros preferimos romper algunos códigos para que el cliente se sienta más relajado», apunta Joan Romans, jefe de la innovadora sala de Tickets. En el restaurante de la factoría Adrià la mayoría opta por una selección sorpresa, el «pónganos lo que quiera» que uno diría en su mesa de confianza. En esos casos «hay que saber leer bien al cliente y cambiar el paso si detectamos que no está quedando satisfecho porque si no luego vienen las quejas», advierte Romans.
«Si un cliente llega a enfadarse, se levanta de la mesa o eleva el tono es que antes no hemos sabido tomar las decisiones correctas», apunta Monge, que prescribe «mirar siempre a los ojos del anfitrión de la mesa para saber si algo va mal». El origen del conflicto puede no ser culpa del equipo, aunque suele estar en su mano solucionarlo con maestría. «El cliente no siempre tiene la razón, pero hay que escucharle con paciencia, amabilidad y empatía», indica Mari Asun Ibarrondo, alma mater del vizcaíno Boroa. «Si una pareja viene contrariada y no les gusta nada de la carta, pero al llegar a los postres están sonriendo y cogidos de la mano es que has hecho bien tu trabajo».
En esa capacidad para gestionar emociones influye también el talento para contar historias. «A la gente le encanta saber la anécdota detrás de un plato, de un vino o de un rincón de la casa», señala José Félix Paniego, del Echaurren, que ha sumado en 2019 el Premio Nacional de Gastronomía al mejor jefe de sala y el de Anfitrión del Año en los Host Awards. Para él es relativamente fácil conseguir que el cliente sienta que le están abriendo las puertas de su casa, ya que nació en una de las habitaciones de este hotel de La Rioja donde las mesas llevan el nombre de sus clientes más queridos. Ese ambiente familiar se gestó bajo el reinado de su madre, Marisa, «ella tenía un estilo natural, basado en valores familiares y en el trato cercano y cariñoso que se ha acabado convirtiendo en marca de la casa».
La identidad propia, tan difícil de conseguir, es lo que buscaba Diego Sandoval al diseñar la sala del nuevo Coque en Madrid. «Puedes gastar millones en un comedor y que no tenga alma, al fin y al cabo la originalidad está en las personas, en lo que transmiten». Considera que la sala ideal, al margen de estilos, debería ser «cálida, acogedora, que invite a quedarse» y apuesta por incluir detalles sencillos, como una servilleta caliente, «que consigan acariciar al cliente sin tocarle».
¿Cómo es posible que un oficio creativo, dinámico y que genera tanta felicidad no sea el sueño profesional de muchos jóvenes? La respuesta está en las jornadas interminables y unas condiciones laborales precarias. «Generalmente la contratación en sala está mal organizada, se hace en base a picos de trabajo y suele ser temporal e inestable», lamenta Sara Crisóstomo, alumna de último curso del Basque Culinary Center. Su preparación le capacita para liderar equipos y elevar el nivel del servicio, «pero resulta muy desmotivador que eso no siempre se traduzca en mejores sueldos».
El reconocimiento laboral de los profesionales mejor preparados es la gran asignatura pendiente de la sala, de lo contrario seguirá condenada a plantillas volubles y escasamente formadas. «Si queremos que nuestro equipo luzca una sonrisa hay que hacer lo posible para compaginar sus necesidades con las de la empresa», dice Ibarrondo. Quizá entonces la sala recupere el prestigio perdido y veamos camareros en las portadas de las revistas. Esperen un momento... sólo tienen que volver la página.