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Jayne Hardcastle, Mikel Bustinza y sus hijos Olatz (maître) y Jon (parrillero) en la entrada del caserío de Larrabetzu que acoge su restaurante Horma Ondo. PANKRA NIETO

Horma Ondo, visita a un templo de la parrilla

Mikel Bustinza, su patrón, con 48 años en el oficio, custodia la enciclopedia de los sabores y los productos más auténticos del país

Viernes, 3 de julio 2020, 00:15

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Horma Ondo es un restaurante de cocineros, ¿entienden? El asador que dirigen Mikel Bustinza Gurtubay (62) y familia es uno de esos sitios que nuestros chefs eligen cuando quieren darse un homenaje. Saben, porque tienen el culo 'pelao' y más conchas que un galápago, que aquí las cosas son lo que son, lo que siempre han sido, que un tomate, un salmonete morado y púrpura, engalanado como un cardenal de la Curia, que unos hongos o una txuleta de vaca, saben a lo que aparentan y que la palabra del patrón es sagrada. Comen y beben como cosacos y luego regresan a la ciudad, ahítos y felices, por atajos y veredas que solo conocen los iniciados.

Para nuestra desgracia, cada vez quedan menos sitios como Horma Ondo. Y menos personas como Mikel.

Horma Ondo (Larrabetzu)

Cuando otros andarían pensando en plegar el capote, Mikel Bustinza, con 48 años de oficio a la espalda, sigue madrugando y tragando kilómetros para comprarle a Mari Isabel en un caserío de Getaria los guisantes lágrima que trae a su cocina con el fresco rocío vistiéndole aún las vainas. O se presenta en la borda fronteriza de Ricardo Remiro, en las Ameskoas, con unos besugos y un par de botellas de champán para disfrutar de la conversación y de las vistas desde Arantzadui y hacerse de paso con el mejor queso de leche cruda ahumado con haya de sus ovejas latxas. Mikel Bustinza te recita de memoria las ocho clases de besugo fresco que se venden hoy en Euskadi y les pone nota de carrerilla, te anota la mejor época para comer cada especie de pescado en sazón o te cuenta, con precisión de etnógrafo, el ambiente en la feria de Paiosaco, parroquia de Lestón (San Martiño) y los caseríos de Moeche donde aún dan de comer guisos de nabo y remolacha a las vacas que luego él compra en el matadero de Betanzos. «Allí matan el fin de semana; me presento el lunes y separo 30 o 40 cintas, las que más me gustan. Les pegas el sello, anotas la numeración y para casa…»

Salmonetes del Tattaio, de Lekeitio

Mikel es un fuera de serie. Y los del gremio lo saben. Los plumillas, cegados en ocasiones por el relumbrón de las estrellas y las guías, olvidamos el catecismo de la gastronomía. Hablar de tú a tú con un profesional que está allí desde siempre para que comas lo mejor que ha podido conseguir tras años y años de pagar 'martín-martín' para que le aparten las mejores piezas. La verdad de la cocina está en esos primeros tomates y pimientos verdes de su vecino Jon Barrenetxea, en el mimo con que preparan la lechuga de su propia huerta («hay que lavarla con agua, dejarla en el frigo y al día siguiente te la encuentras crujiente, crujiente», nos explica su esposa, Jayne Hardcastle, la parrillera). Y en esos rapes negros. O en esos salmonetes (¡para ponerse de rodillas!: los brillos de las escamas y los tonos púrpura de la piel te hacen ver las sedas del mismísimo Inocencio X de Velázquez en Larrabetzu) de carnes tersas y salinas que le entregan de madrugada los marineros del pesquero Tattaio, de Lekeitio. O las piezas gloriosas que le sirven los de Urbare, «que me avisan si les entran bueyes grandes, rodaballos, bonitos o rapes negros…», dice Mikel, sentado a una de las mesas exteriores, donde corre la brisa.

Txuleta, tomate con cebolla de Jon Barrenetxea, excelente salmonete en sazón, bonito y hongos diminutos asados. P. NIETO/J.MÉNDEZ

«En la mar, hay temporadas de machos y de hembras. Cuando un pescado es hembra y está desovando, los huevos le quitan el sabor», dice con una calma infinita y con esa seguridad que confiere la experiencia ilustrada. «La almeja, de Cedeira o de Carril, igual. Hasta que no termina de desovar en junio, echa leche y no tiene sabor. Con el pescado pasa lo mismo. Además del de piscifactoría hay mucho besugo de Azores, seco como una tabla en la plancha; hay también de Croacia, de Tarragona, de Málaga; el de Vigo, que se rompe, el de Tarifa, que es bueno, el de Marruecos y el de aquí… que es el mejor. Pero no trabajo con él desde últimos de enero hasta el 8 de julio. La mojarra, igual: cuando mejor está es de octubre a marzo. Luego, cuando baja al fango no tiene el sabor de cuando se alimenta en las rocas con crustáceos. Y en el hígado se les nota si han comido algas, porque se les pone verde… ¿Que cómo lo sé? Porque uno aprende con los años y todo el pescado que pasamos por la parrilla, lo limpiamos aquí…», sonríe.

Comedor del caserío. PANKRA NIETO

Esta casona que reconstruyeron con sus manos lleva el nombre del caserío de Barnegoitia donde nació Mikel Bustinza el 8 del 8 del 58. «Horma ondo quiere decir al lado de la pared, porque el caserío estaba al lado de un barranco. Mis padres tenían allí un bar pequeñito, El Corte Inglés de la zona, donde vendían zapatillas, vino para llevar, chorizos… Mi madre, Trinidad Gurtubay, era una gran cocinera. Daba de comer a los obreros de las canteras donde se sacaba la arcilla para los ladrillos refractarios de Altos Hornos. Y a los montañeros que iban al Mugarra y al Aramotz. Guisaba alubias del caserío con la matanza del cerdo, huevos fritos… Yo ayudaba desde niño en aquella barrita de madera de roble que limpiábamos con lejía. Mi vida era estudiar en la academia Berriotxoa de Amorebieta, ayudar en casa y jugar a pelota mano en el frontón. No había más. La primera televisión que hubo en el barrio se instaló en la sacristía de la iglesia de San Miguel… El aita, Marcelino, que trabajaba en la papelera de Durango, hoy Smurfit Kappa, asaba algunas txuletas fuera con los amigos… Uno de ellos, Iñaki, le dijo que me veía maneras y que si quería trabajar con él en el Bar Cantábrico, en Barrencalle Barrena», suspira.

Mikel Bustinza y Jayne Hardcastle, con una bandeja de pescado. PANKRA NIETO

En septiembre de 1972, con 14 años, aquel crío «pottolito», que se llevaba de las tiendas camisas y zapatos estrechos por vergüenza, estaba sirviendo «30 potes del tirón» de jarras de café esmaltadas a poteadores tarambanas y cuadrillas que pasaban el vino que llegaba en pellejos desde la Alhóndiga con canturriadas y sucedidos. «Era como fiesta todos los días. Había muchísima alegría: la máquina de cortar jamón echaba humo y vendíamos kilos de Cabrales machacado con whisky. Fue una época feliz. Estaba mimado: trabajaba, comía, dormía, no tenía gastos y vivía de las propinas. Cuando volvía a Bernagoitia era feliz con la cuadrilla. A la vuelta de la mili, amplié el negocio de mis padres, rehice la cuadra y me puse a cocinar. Fui un aventurero. Hoy no haría. A base de constancia, de estar allí y de los guisos de la madre, salimos adelante. En el año 1985 hicimos la parrilla... Yo vi cómo trabajaba El Cojo y el Juantxu de Durango y me dije 'huuuuy, tengo que cambiar'. Inventamos la parrilla. La soldamos con mi tío. Hoy se está perdiendo este modo de vida, estos sabores que yo tengo en la memoria. En las casas no se da producto a los críos, no se trabaja en la cocina... si ya hasta el pan es congelado. El otro día, a mis sobrinos de Madrid, les puse con todo el capricho lomo de un cerdo que había matado el vecino... No les gustó. Les pareció demasiado fuerte; no tenían la cultura de lo auténtico...»

Esas vacas gallegas de trabajo

–Uno de los puntos fuertes de Horma Ondo son las txuletas. ¿Cómo las elige?

–Al principio, estaba muy verde, je, je. Uno ha ido aprendiendo con los años. Primero hay que mirar el tronco, la parte de las costillas que esté llena de grasa, de sebo… aunque la pieza esté en cámara, tiene que estar seca, que la mano resbale por la grasa. Y es importante que tenga veta. El color de la carne cambia según lo que coma cada animal, si se cría cerca del mar o en altura. La Rubia gallega, mi preferida, tiene un color más vivo que la Frisona o la Simmental. Y para las brasas no valen todas las carnes: la Pirenaica sabe a leche total, a mantequilla. En cambio, es buena para la plancha. A mí me gustan las vacas de trabajo, las que están en los campos arando: las Frisonas o las Tudancas, malas de carácter, pero grandes trabajadoras. Nací en Bernagotia. Hasta hace 30 años, no había un caserío que no tuviese vacas. Hoy –se lamenta– hay una. UNA».

Los hijos: Jon asa una txuleta de vaca vieja en la parrilla. Olatz, comparte trabajo en sala con su padre y es la sumiller del asador P. NIETO

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