La familia Arbelaitz cosecha en su despedida el afecto sembrado en 52 años al frente del Zuberoa
«Si la madre viera el cariño que estamos recibiendo, lloraría desde el cielo», confiesa Hilario Arbelaitz, icono de la cocina vasca. «Escucharemos las ofertas. Nos gustaría alguien motivado, que siguiese la estela»
Martes al mediodía. Un coche se detiene ante la puerta de Zuberoa. Baja una joven pareja. Ella lleva un enorme ramo de flores. Les veremos ... luego detenidos frente al mostrador lacado en negro de acceso al restaurante, como un parapeto que separa el recibidor de la cocina, al fondo, donde se ve el trajín de cazuelas de cobre, chaquetillas y delantales blancos. Encima del fuego reposa la salsa de verduras para las manitas, el fumet de trufas para el risotto, el caldo de garbanzos del foie gras, los fondos para el râble de liebre.
La pareja espera a que Hilario Arbelaitz salga de allí para entregarle, entre plato y plato, los erguidos liliums, las coloridas y fragantes astromelias. Ella se llama Zuriñe Kim y es de origen coreano. Su pareja es Aitor Etxenike, cocinero del Kromatiko. Han viajado hasta Oiartzun para intercambiar unos besos y unas pocas palabras apresuradas. Han venido a Zuberoa para decir adiós a los Arbelaitz, modestos y admirables también en el dificilísimo arte de la despedida.
«Es increíble la cantidad de cariño que estamos recibiendo», nos dirá luego Hilario. «Hace unos días, llegaron dos chicos que habían trabajado un tiempo aquí, sólo para despedirse. Uno venía de Corea, había cogido un avión nada más leer en el periódico que cerrábamos. El otro vino de Tokio, cargado con una botella de Dom Pérignon. Más que hablar, lo que hizo fue llorar y darme abrazos. También nos visitó un cocinero catalán que estuvo en la brigada de Zuberoa. Recordó que se presentó a un puesto para trabajar en el barco del dueño del Tottenham. Cuando se enteró de los candidatos dijo: 'éste del Zuberoa entra ya, sin examen ni nada...' Estamos viviendo momentos preciosos, maravillosos. Vienen a despedirse a casa, tengan o no tengan mesa. Creemos que es una recompensa al trabajo que hemos hecho. Nunca habíamos imaginado que pudiera suceder algo así», se emociona Hilario Arbelaitz Irastorza (71).
Despedirse bien, a tiempo, con la cabeza alta y repartiendo, además de bonhomía y ternura, platos y sabores inolvidables, que forman parte ya de la historia vasca, debe ser una de las bellas artes.
Entramos para la que va a ser nuestra última comida en Zuberoa. Uno penetra en ese ámbito del caserío Garbuno con cierto aire de peregrino, como quien tiene la última oportunidad de visitar una reliquia preciada o tiene cita con un ser espiritual e iluminado.
En el reservado come hoy también la familia Berasategui. David de Jorge, a la derecha del padre, se levanta. Nos fundimos en uno de esos abrazos reservados para los momentos solemnes. Por fin conozco a Eli, su compañera. Martín, con un jersey azul radiante, está dichoso: su esposa, Oneka, sostiene sobre su regazo a la pequeña Jara, la nieta, nacida del enlace entre Ane Besarategui y José Borrella, sentados también a la larga mesa. Son estos momentos los que tejen una vida.
Eusebio Arbelaitz nos acomoda en un comedor atestado. Al fondo brinda la gente de Rekondo. Mesas con matrimonios encargan el menú degustación. En otra, dos guipuzcoanos de libro, con vestuario montañero, buen apetito y trencita en el cogote, beben burbujas.
Pedimos que la comida sea un repaso por los hitos y los mitos de los 52 años de vida de la casa. Raviolis de cigala con fumet de trufas, foie gras salteado con caldo de garbanzos y berza, frutos de mar al hinojo, la lubina asada con el crujiente de su piel y oloroso, el cordero asado con ese puré de patata que es otra marca de identidad de la casa... Desfilan las tartas de manzana y la de pera. Pura emoción. El Agur Zuberoa se entona por lo bajinis y asoman los primeros zarpazos de saudade, esa melancolía por anticipado que nos atenaza como presagio de lo inevitable.
Luego, con Hilario, brotan los recuerdos de San Juan (siempre San Juan, víspera de San Sebastián) cuando Mikel Laboa se acodaba en la barra y echaba unos vinos con el cocinero, al que regalaba cedés con sus canciones y sus cosas. Su 'Txoria, txori' de Laboa forma parte de la banda sonora de Arbelaitz (también le gusta cantar el Nessun dorma o el O Sole mio, haciendo dúo con su adorado Luciano Pavarotti).
En esa misma sinfonía vital ocupan lugar destacado las largas parrafadas con el bardo Benito Lertxundi y con Xabier Lete. «Durante 25 años bajó a Zuberoa a saludarme en la cocina. Siempre me hacía un regalo: un queso, un vino de Rioja. Se tomaba un par de pintxos y se iba feliz y contento. 'Si algún día haces un libro, yo te escribiré el prólogo', me dijo. Él se fue y así se quedó la cosa. Me acuerdo mucho de esos detalles. Tenemos un oficio donde hay que ser intensos y sacrificados. Hay que trabajar con ímpetu, pero siendo humanos. Si una persona pierde los valores no es nada. Aquí siempre hemos valorado el espíritu de sacrificio y el compañerismo: solo no puedes andar».
– La otra vez hablamos de su madre, María Irastorza, que sacó adelante a siete hijos tras quedarse viuda cocinando bajo estas mismas vigas del caserío Garbuno con la ayuda de sus tías, Ángeles y Rosario. ¿Qué pensaría ella hoy?
– Si madre viese la reacción de la gente estaría llorando. No somos cocineros ni hemos pasado por ninguna escuela. Aprendimos a cocinar con ella. Creo que estaría orgullosa y llorando desde el cielo al ver cómo hemos salido adelante. Le hemos hecho caso a rajatabla. Nos decía: 'trabajar, nada de andar paseando por ahí'. Lan gutxi egin da utzi eta egin gabe baste (el que poco trabaja, poco; el que no trabaja, nada).
Hilario me atiende en la hora de su comida. «Luego picaré algo», me dice.
–¿Qué come hoy la familia?
–Sopa de ajo con unos huevos escalfados y guiso de gallina. Es que unos vecinos, los del caserío Larrazabal, vinieron con dos gallinas de casa y nos las regalaron...
–¿Qué platos cree que quedarán?
–Los morros de ternera, que fue lo primero que aprendí de mi madre. El foie con caldo de garbanzos. La tarta de queso y la de pera. De temporada, la caza como liebre, perdiz, corzo, las tórtolas y becadas que cazaba Jose Mari cuando aún se podía. Eusebio y Jose Mari son cazadores, votamos, ganaron y por eso cerrábamos en octubre. Hay una cocina nueva, innovadora. Pero aquí hemos trabajado siempre para no perder nunca la antigua, la que recibimos. Hay salsas y platos que son pura esencia vasca.
–¿Qué hará tras cerrar?
–Quiero compensar el tiempo que no he podido dedicar a mi familia por estar en Zuberoa. '¿Cómo queréis que sigamos con vuestro trabajo si no estáis nunca en casa?', me decían los hijos cuando hablamos de la continuidad de Zuberoa.
Seguirá Hilario, seguro, yendo a la huerta los miércoles y jugando al frontón con la cuadrilla. «El esfuerzo ha merecido la pena. Me siento orgulloso de mi tarea. Ahora, pasaremos dos o tres meses aquí, ordenando papeles y cosas. El día 2 de enero, con las puertas ya cerradas, escucharemos las ofertas que hemos recibido. Nos gustaría alguien motivado, que siguiese la estela y se dedique a la restauración. Y si hace falta, le echaríamos una mano».
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión