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No hay nada más primitivo, salvaje, inteligente y revolucionario que el dominio del fuego para cocinar. Las brasas, el burduntzi, las chimeneas e, incluso, aunque menos romántico/gastronómico, hasta un soplete. En definitiva, el calor al rojo vivo y en directo con un contacto casi de cuerpo a cuerpo entre el rojo infernal y el producto, con los humos y aromas flotando en el ambiente como si de una obra de Houdini se tratará, o mejor, de un akelarre en el que la brujería consiste en hacer de lo silvestre, de lo bravío, de lo feroz, del producto, en definitiva, un manjar.

Basta con pensar en los jóvenes que tomamos conciencia de algunas recetas, como los chorizos que pinchábamos en un palo y, envueltos, en papel de aluminio poníamos al fuego de una pequeña hoguera para meterlos luego entre pan y pan. Sin olvidar, las celebraciones con las parrilladas de mariscos o con rodaballos, cogotes, besugos, salmonetes, chuletas, solomillos, corderos, cabritos...

También, los más complejos estilos de cocinados y ahumados en chimeneas e, incluso, de los asados a carbón al rojo vivo bajo tierra y de los salmones quemados al hierro. Y es que hoy, y en esta era de la tecnología en la que parece que no damos valor a lo ancestral, el fuego vivo parece seguir siendo la excepción que confirma la regla y que todos amamos como si se tratara de una manera de conectar con nuestro yo más primario.

Somos eso, fuego, brasa y ceniza. Y desde estas líneas brindo por todos aquellos que prenden nuestro pasado desde un trozo de carbón y lo transforman en una manera de disfrutar.

On egin!

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