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El comensal abre la carta. Se ha sentado ante una mesa con mantel blanco sin montar. No hay platos ni copas. Tan solo una escultura también blanca que ilumina levemente. La estancia es el antiguo salón de un caserón milanés, antaño vivienda y consulta de un médico de la ciudad lombarda. Pasa la primera página de lo que por fuera parecería una chapa herrumbrosa y en el interior se ve a si mismo reflejado en un espejo. Se sorprende. Lee el pequeño texto debajo de su propia imagen: «¿Qué quieres? Dime qué comes y te diré quién eres». La dictadura del menú ha terminado.

La revolución es obra de un activista de la cocina llamado Matías Perdomo, un uruguayo que triunfa por tozudez y talento en una de las regiones con más PIB de Europa, un tipo al que se le quedó pequeño su país a los 21 años y se atrevió a revisarles la cocina a los italianos en su propia casa, un cocinero que mantuvo su rumbo cuando, indignados, le devolvían los platos por alterar la tradición en Al Pont de Ferr, el restaurante de Milán en el que se convirtió en jefe de cocina a los cinco años de llegar y que situó con una estrella Michelin antes de marcharse a montar el suyo, Contraste.

Perdomo se manifiesta sin ambages contra la tiranía del menú cerrado y la primacía del ego del chef por encima de los deseos del cliente, pero lo hace suavemente, sin estridencias de iconoclasta. Su propuesta es variada y valiente. El cliente puede elegir platos de una carta, un menú corto de siete pasos o confeccionarse con ayuda del maitre el menú Reflejo en el que antes se miró el comensal -11 pases a 140 euros-, a partir de los 45 platos de temporada que ese día ha elaborado la cocina. Entre los dos armarán el viaje de cada comensal. Si prefiere más verduras, si no come marisco o si quiere solo propuestas basadas en clásicos. A su gusto, pero orientado por un impecable servicio de sala dirigido por Thomas Piras. Perdomo dice que no ha inventado nada, que solo ha adoptado el modo de servir de las antiguas hosterías italianas, pero en realidad está incrustando clavos al rojo en un bloque de hielo que terminará rompiéndose o deshaciéndose.

Lo mejor está por llegar. En una mesa de cuatro personas se aceptan cuatro menús diferentes. En este caso fueron tres. Dos cortos iguales y dos largos diferentes. La cocina y la sala consiguen lo que siempre se dijo que era imposible: cocinar distintos menús degustación para una misma mesa y servirlos de modo que todos los comensales empiecen y terminen a la vez.

Según su filosofía, la clave de bóveda del restaurante no es la creatividad del cocinero, sino el cliente. Todo está a su servicio. «A mí me puede encantar la anguila o los riñones, pero no tienen por qué gustarle a mi cliente. No está bien que para poder conocer mi cocina él tenga que comer lo que yo quiero», explica el chef al finalizar la cena en una breve visita a la cocina, su territorio. Él no aparece por la sala.

Ante tamaña exhibición de poderío uno se podría imaginar una cocina gigantesca pese a que al entrar al restaurante, a primera vista, no pareciera la de Martín Berasategui en Lasarte. Se confirma la impresión al entrar en ella. Solo hay ocho cocineros que atienden una sala de al menos cuarenta puestos.

Contraste ha ganado una estrella Michelin y tres gorros de los cinco posibles que otorga la guía L’Espresso, una de las veteranas en Italia. La crítica italiana eligió plato del año su Pobreza y Riqueza, un sabroso caldo de berzas que deshace al servirse unas doradas monedas de gelatina de cerdo y que está lleno de guiños, a la vez un homenaje a la cazuela lombarda y al doctor antiguo morador de la casa, quien, según cuentan, daba a sus pacientes más desfavorecidos un reconstituyente plato de caldo como primer medicamento.

Las propuestas son divertidas pero sabrosas. Desde unos noodles hechos con vieira, hasta un donut a la boloñesa, que en realidad es una lasaña, un sushi de carne sorprendente, una pasta perfecta en su sencillez o el mejor plato de riñones de conejo que yo haya comido nunca.

Queda demostrado que es posible un restaurante de alta cocina en el que la creatividad del cocinero y la libertad del comensal caminen de la mano. El año pasado Elena Arzak ya reflexionaba en torno a «la felicidad del cliente» como uno de los grandes caminos a explorar por la alta cocina. ¿Acaso no reside el éxito de los bistrot gastronómicos, tan en boga en toda Europa, en el plus de libertad que otorgan al cliente al permitirle elegir su comida y al ofrecerle un ambiente relajado? ¿Aquellos que fueron elevados a los cielos como nuevos creadores del siglo XXI deben recuperar un poco de humildad y en lugar de escuchar solo su voz interior poner atención a la de sus clientes?

PD. Atentos a los nuevos cocineros de Lombardía. Talento y territorio comparten la diligencia y empiezan a viajar juntos. La llanura Padana y el lago Garda, a refugio de los Alpes, son territorios en plena fermentación.

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