El menú del horror: ¿Se puede servir un plato con fotos de niños hambrientos o el sonido de un bombardeo?
La cocina que crea sensaciones, memoria, placer ¿debe provocar también incomodidad?
Julián Méndez
Martes, 16 de septiembre 2025
¿Se puede llevar todo a la mesa? ¿Dónde está el límite? ¿Debe haber alguna frontera?
Me hago estas preguntas al hilo de un plato ... que tomé el 25 de agosto en Bakea (Mungia), preparado por Alatz Bilbao y su equipo. Lo han bautizado como Gernika y se sirve en un plato metálico acompañado del ulular de sirenas y el estrépito de los motores, las hélices y los picados de los Junkers y Messerschmitts de la Legión Cóndor. Sobre el ruido se superpone el testimonio oral grabado a los supervivientes.
«Estábamos cuatro amigos y cayeron las bombas a unos ocho metros. Escuchamos muchos ruidos y muchos gritos», recuerda en euskera uno de los supervivientes, un niño aquel 26 de abril de 1937, día de mercado.
La situación es desconcertante.
«Se mantiene el esfuerzo en el ámbito creativo con la irrupción de platos atrevidos, transgresores y hasta incómodos como el Gernika: un pimientito medio carbonizado y relleno de una cremosa farsa de morcilla propia al estilo de Beasain con cebolleta, puerro, orégano, panceta y sangre», escribí sobre el plato poco después.
El relleno rojizo y denso rebosa por un corte practicado en el pimiento churruscado de Gernika. La piel está pasada por la plancha casi hasta calcinar una buena parte. Comenté el plato con Alatz, la evidente incomodidad de la piel abrasada, el choque emocional del bocado.
Pero uno no se da cuenta de lo que significa, de lo que representa hasta más tarde.
Silencio.
Algo parecido sucedió en 2023 en San Sebastián Gastronomika. El chef Rasmus Munk, del Alchemist (número 4 del mundo para la lista The World's 50 Best Restaurants) nos presentó en el Kursaal un plato llamado 'Hambre'.
Aquí mismo tienen el plato.
En Donosti, Munk lo acompañó con las fotos de unos niños africanos víctimas de la hambruna. El bocado, carne de conejo sostenible de Dinamarca colocada sobre unas costillas de metal que simulan un pecho humano ornado de flores, tenía por misión recordar a los comensales «a los niños desnutridos... Si se recuperara la mitad de los residuos alimentarios de todo el mundo, podríamos acabar con el hambre mundial», señaló Rasmus Munk. Su menú holístico de 50 pases, servido en la cúpula de un iluminado y hermoso planetario, costaba entonces 657 euros por persona.
A congresistas y periodistas el chef noruego nos dio a probar una mariposa nocturna, de aire inquietante, oscura. Pour épater le bourgois.
«¿Debe caminar la cocina por ahí?», escribí entonces.
¿Existe una tendencia?
Anoto que el palentino Alejandro Acosta (que pasó dos años en el equipo de I+D de Alchemist) ha trabajado una larga temporada en Bakea.
Ya no hablamos de la cabeza de cochinillo entera de Javi Estévez en La Tasquería de Madrid ni del pene de reno, la carne de oso o la cabeza de pato que servía René Redzepi en Noma. Tampoco de la carne de ballena Minke que me dio a probar en Tenerife Christopher Haatuft, de Lysverket (Bergen, en Noruega donde la Convención Ballenera Internacional autoriza esa práctica histórica) ni de hormigas culonas, gruesas larvas mojojoy, grillos o carne de cuy, un roedor parecido a nuestros conejillos de Indias. Tampoco de platos con semen o quesos creados a partir de bacterias y hongos presentes en el sudor del chef Heston Blumenthal o del exfutbolista del Real Madrid David Beckham; una performance de artista de la que también escribí en su día.
No. Es otra cosa que va más allá de la repulsión cultural y que afecta a niveles más profundos e íntimos, ligados con la empatía y la sensación de vergüenza o con el alipori.
En 2020, al final de una comida en Mugaritz, Andoni Luis Aduriz y Ramón Perisé nos pusieron en la mesa un pecho blanco, blanquísimo, con la piel erizada por el frío y la prominencia de un inmaculado pezón. Debíamos comerlo empleando un bisturí de cirujano.
Allí estaba este reportero siguiendo con el escalpelo el contorno de la aréola, con sumo cuidado y aplicación, como había visto hacer en un programa divulgativo de televisión. En su interior había una crema blanquecina con pepitas de una fruta tropical gelatinosa, que comimos con cuchara.
Luego supimos que el molde para hacer aquel pecho comestible lo proporcionó la artista francesa Prune Nourry a la que detectaron un cáncer de mama y que quiso recordar de ese modo su teta.
Han pasado los años y aún recuerdo tan tenebrosa provocación, un experimento que nunca salió a sala bajo ese formato.
La cocina que crea sensaciones, memoria, placer ¿debe provocar también incomodidad?
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