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Eneko Atxa. IÑAKI ANDRÉS
Eneko Atxa, de Bizkaia hasta el fin del mundo

Eneko Atxa, de Bizkaia hasta el fin del mundo

El chef de Azurmendi destila sutileza en sus platos, siempre anclados en su tierra, mientras adquiere una proyección internacional que derriba fronteras

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Martes, 19 de junio 2018, 17:36

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Allí estaba el chaval, arrodillado encima de un charco en la puerta de Azurmendi, pidiéndole matrimonio a su novia alemana. La escena, junto a la evidencia de que el amor, además de otras muchas cosas debe ser impermeable, patentiza una realidad incontestable: el restaurante de Eneko Atxa es un lugar donde pasan cosas, donde se escriben historias...

Aquí, contra lo que suele suceder en otros locales (convertidos a la fuerza en islas-refugio frente al amenazante exterior), el lugar forma parte de la trama. A espaldas de Azurmendi, en el barrio Legina, asoma la suave pendiente del Kuskuburu con sus restos megalíticos y del Cinturón de Hierro. Atxa ha venido para dejar su huella también mediante un relato donde caben su red de produc- tores con cara y con apellidos y un talde de cocineros contagiados de la pasión que emana del triestellado cocinero.

En Azurmendi se come muy bien. Pero al mismo tiempo se come con mucho sentido. Todo está pensado para que el cliente tome conciencia de que forma parte de un todo y que el menú es solo un eslabón en esta experiencia iniciática que pretende explicar un paisaje y una forma de vida. Suponemos que Eneko lima los detalles, los procesa, mientras corre por estas verdes colinas de Larrabetzu. En esas mismas laderas, Juanjo Muñoz recolecta salicornia, tréboles rosas y blancos, borraja, mostaza, botón de Venus... que se incorporan cada día a los platos con esa vocación de pertenencia a un territorio que empapa la filosofía de Azurmendi.

Los dos largos menús de Atxa están pensados como un viaje, pero un viaje próximo, sin perder nunca de vista el entorno. De hecho se comienza junto a la recepción con un picnic (tarta de queso de Etxano, brioche de anguila ahumada, piruleta helada de tomate) para pasar luego a la cocina donde el propio Muñoz y su compañera Leire Eguilondo preparan al instante un nabo (de Nabarniz) con un sorprendente txakoli marino. El paseo nos lleva más tarde al invernadero, convertido en lujuriosa alacena, para gozar a rabiar con el jugo de manzana fermentada, el cornetto de especias, la hoja de hierbas y la refrescante kaipiritxa.

Ya en el comedor, y atendidos por la sumiller Miren Yubero, empieza un auténtico festín (la vista goza: la presencia de los platos es arrebatadora). Limón grass y vermouth, el ya clásico huevo trufado y el bellísimo y sabroso erizo al natural conducen a unos diminutos guisantes lágrima. Memorable y sabrosísima la reinterpretación de las setas al ajillo. El bogavante asado con mantequilla evidencia a un cocinero que ha hecho los deberes desde muy joven y que busca las matrículas con el salmonete al horno con trigo estofado y con una monumental castañeta (glándula salivar) de cochinos ibéricos de Joselito que, recuerda Atxa, era el bocado preferido de los críos en las txarribodas. Los postres, coloristas y refrescantes (frutos rojos con bizcocho de menta, chocolate con cacahuete y regaliz) dan paso a una caja (el sueño de Willy Wonka) de petits fours.

«Quien come en Azurmendi es un explorador. Hay que enseñarle cosas que no conoce», reconoce un chef muy volcado en el exterior (Tokio, Londres) y con gran presencia pública (MasterChef, próximo libro en Montagud y uno de esos jurados de Top Chef a los que conviene escuchar), pero que se mantiene aferrado a esta tierra de la que mana su cocina y con la que llega hasta el fin del mundo.

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