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Sirvienta de Bilbao ('Colección de Trajes de España', 1777) y retrato de Giacomo Casanova.

La cocinera vasca de Casanova

En 1768, durante su estancia en Madrid, el célebre seductor tuvo una criada bilbaína con gran talento culinario

Viernes, 8 de marzo 2024, 17:09

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Giacomo Girolamo Casanova (1725 - 1798) fue jurista, escritor, diplomático, viajero, bibliotecario, violinista y espía, pero debió su fama a una lista de amantes casi tan pública como interminable. Usamos su apellido como sinónimo de hombre mujeriego o libertino y, aunque sin duda lo fue, resulta que las 132 conquistas amorosas de las que alardeó en sus memorias se quedan chiquitas al lado del número de veces que en esas mismas páginas habló de comida. Aunque su pasión por las ostras contribuyó enormemente a la fama que de afrodisíaco tiene este marisco, lo que más le gustaba —como a todo buen veneciano— era la pasta con mucho queso y mantequilla.

No se dejen engañar por la peluca empolvada: Casanova nació en una familia de humildes comediantes (¡de origen aragonés, nada menos!) y a pesar de la gran cultura y del refinamiento que adquirió a lo largo de su vida sus gustos fueron siempre tremendamente carnales, tirando a castizos. En 'Historia de mi vida' (publicada póstumamente en 1822) declaró su amor incondicional por los platos sencillos y contundentes «como los macarrones preparados por un hábil cocinero napolitano, la olla podrida de los españoles, el glutinoso bacalao de Terranova, la caza de sabor fuerte y el queso, que alcanza su estado ideal cuando los diminutos microbios formados a partir de su propia esencia comienzan a dar signos de vida».

Cuando vino a España

Hedonista y sensual, confesó que su ocupación principal había sido siempre la de cultivar el goce de los cinco sentidos. «Como consideraba que había nacido para el bello sexo, lo he amado siempre y me he hecho amar por él cuanto he podido. También he gustado de las delicias de la buena mesa, y siempre me ha apasionado cualquier objeto que excitara mi curiosidad». Esos dos últimos deleites los encontró el signore Giacomo en una persona que le sorprendió agradabilísimamente durante su estancia en España entre 1767 y 1768: una cocinera bilbaína. Que nosotros sepamos, la relación entre uno y otra no pasó a mayores y su trato fue estrictamente profesional. Quizás la guisandera no fuera tan joven o tan guapa como para despertar los suspiros de Casanova, pero su trabajo sí fue merecedor de los elogios del donjuán.

Giacomo Casanova.

Después de recorrer media Europa y de haber sido expulsado, detenido o retado a duelo en casi todos los países del continente, en la primavera de 1767 nuestro protagonista decidió probar suerte en España e intentar, mediante sus numerosos contactos en las altas esferas, congraciarse con el rey Carlos III. Para ello se dirigió a Madrid, donde se codeó con políticos y artistas, flirteó peligrosamente con varias señoras y acabó hasta el moño de la céntrica fonda en la que se hospedaba. El nivel general de las posadas le parecía tan detestable como la comida que ofrecían (olla podrida aparte). Tras pasar un tiempo en Aranjuez pidió a un amigo suyo, don Diego el zapatero, que le buscara en la capital un apartamento de alquiler con un par de habitaciones y ayuda de cámara incluido.

Aquí llega lo interesante, y como las memorias de Casanova han sido traducidas, retraducidas, recortadas y censuradas hasta la saciedad, lo mejor es acudir al manuscrito original (en francés) que atesora la Biblioteca nacional Francesa. «Don Diego me había escrito que, por el dinero que yo estaba dispuesto a pagar, podía tener también una sirvienta vizcaína que me daría muy bien de comer». El veneciano se dirigió a sus nuevos aposentos, situados en la calla de Alcalá, y allí se encontró con una vizcaína que hablaba francés y todo.

Encantado de poder comunicarse con ella y —volvemos a la primera persona— «curioso por comprobar la habilidad de este cocinera de Bilbao, le ordené que hiciera la cena para mí solo. Quise darle dinero para la compra, pero me dijo que ya tenía y que me daría las facturas al día siguiente [...] A las 9 de la noche me avisaron que la cena estaba servida en la otra habitación y allí me dirigí con un hambre voraz, ya que no había comido al mediodía. Me asombré al ver una pequeña mesa, puesta con una pulcritud como hasta entonces no había visto en ninguna casa burguesa de España. La cena consiguió convencerme de que don Diego era un héroe. Aquella cocinera de Bilbao guisaba como una francesa. Cinco platos —criadillas, que me gustan con furor–, todo excelente: me parecía imposible tener tan buena cocinera».

¿Sería esta guisandera la que inició a Casanova en los untuosos placeres del bacalao de Terranova? Ojalá. Por lo menos su comida fue la única que se ganó las alabanzas de tan voluptuoso amo... Seguro que las criadillas iban con segundas.

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