Cajas, cajeros y dulces 'encajados' de Vitoria
Historias de tripasais ·
Álava destacó en los siglos XVIII y XIX por la producción de confituras, jaleas y frutas en almíbar que se vendían en recipientes de maderaMaría Antonia de Elvira fue vitoriana de nacimiento y cajera de profesión. Cajera, pero no del tipo en que están ustedes pensando. María Antonia nunca ... trabajó como dependienta en una tienda y en sus tiempos no existían aún las cajas de ahorros y mucho menos los supermercados. Su oficio fue más literal que todo eso: se dedicó a hacer y vender cajas. Puede que ustedes piensen que ése es un trabajo poco importante, pero en la Vitoria del siglo XVIII tuvo su particular intríngulis. Hace poco aprendimos aquí la trascendencia que en la capital alavesa tuvo una industria tan singular como la de las sillas de paja, así que no les sorprenderá si les digo que la manufactura de cajas fue otro pilar de la industria vasca.
Cajas no de cualquier cosa ni de cualquier tipo, sino unas cajas redondas de madera liviana (normalmente, de corteza de abedul) que contenían dulces. Nicolas Appert todavía no había ideado el sistema de conservación al vacío y los recipientes de barro, cristal o porcelana eran frágiles, pesados y caros.
Aunque a nuestros modernos ojos parezcan una solución poco higiénica, las cajas de madera eran ideales para almacenar, distribuir y vender chocolate, turrones, bizcochos e incluso productos bastante más húmedos y pegajosos como pasta de membrillo, frutas en almíbar y jaleas varias (entonces aún no era de uso común el término 'mermelada'). Para que el contenido no se pegara al fondo de la caja se usaba un forro de papel encerado y todos contentos.
Una entre 16
Nacida en Gasteiz en enero de 1689, María Antonia Elvira y Landa formaba parte en 1753 del nutrido grupo de cajeros de la ciudad. Eran 16 en total, y tal y como cuenta el libro 'Las mujeres en Vitoria-Gasteiz a lo largo de los siglos' (Paloma Manzanos y Francisca Vives, 2001) la suya era la única presencia femenina en el oficio. Probablemente viuda de un antiguo miembro del gremio, vivía en la tercera vecindad de la calle Correría –junto al cantón de las Carnicerías– y sabemos de su existencia gracias a un documento del Archivo Histórico Provincial de Álava que recoge una de las frecuentes inspecciones que se hacían a los cajeros.
A pesar de no ejercer la profesión de confiteros, su trabajo era tan esencial que había una comisión formada por miembros del Ayuntamiento y del gremio confitero que se encargaba de supervisar periódicamente la fabricación de las cajas. Para que entiendan ustedes la repercusión que aquellas humildes cajas de madera tenían sobre la economía alavesa debemos recurrir al historiador Joaquín José de Landázuri y Romarate (1730-1805). Entre las diversas obras que dedicó a su tierra natal este gasteiztarra encontramos la 'Historia civil de la muy noble y muy leal provincia de Álava' (1798), en cuyo tomo primero habló largo y tendido de las principales manufacturas de la región.
«Es celebrada la Ciudad...»
Sillas de enea, paños, manteles, cubiertos y utensilios de madera, lozas, tejas, ladrillos, chapa de hierro, mistela y sal eran algunos de los productos estrella de la Álava preindustrial, pero ninguno era tan querido como la dulcería. «Es celebrada la Ciudad de Vitoria por lo exquisito de las conservas y almíbares que se fabrican en ella», escribió Landázuri. «Ascenderán un año con otro las caxas de albérchigo, melocotón, pera, ciruela, membrillo, jalea y espuma á medio millón, de las que se conducen á diferentes partes del Reyno con el precio y estimación que es notoria».
También se elaboraban confituras finas destinadas a venderse como delicatessen en «tarros y potes de loza, talavera y vidrio que son aún más superiores y estimadas», pero las cajas eran tan populares que por extensión comenzó a llamarse 'caja' a cualquier preparación hecha con fruta y azúcar. El continente no sólo dio nombre al contenido: la calidad de confección de las cajas podía afectar gravemente al dulce, de modo que se encargó su inspección al Síndico Procurador General.
Las cajas tenían que respetar dimensiones, formas y acabados concretos y según contó Landázuri a finales del XVIII aún se destruían «todas aquellas que tuviesen considerables faltas y aun quemándolas en la plaza pública, para que sirva de exemplar escarmiento». No sufran, nuestra María Antonia lo hacía todo bien y en aquel lejano 20 de julio de 1753 sus cajas recibieron el visto bueno de los inspectores. Del goloso tesoro que llevaban dentro hablaremos otro día.
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