En la primavera de 1991 visité Moscú, Leningrado y Kiev. Era una sociedad en caída libre. La gente mostraba de cien maneras su irritación ante ... la inflación galopante, las colas para comprar una botella de cerveza y los anaqueles de los supermercados convertidos en bosques de pepinos. El solo hecho de mencionar el nombre de Gorbachov en el metro, durante una conversación, suscitaba conductas agresivas. Era claro que los dos mantras del presidente de la URSS, la perestroika, el cambio, y la glasnost, la transparencia administrativa, no atraían ya a nadie.
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El sueño de repetir la NEP, la renovación económica de Lenin, se convirtió en penuria, mientras la apertura política, en un país carente de la menor tradición democrática, solo pudo generar conflictos en el vértice. Fue una oscilación pendular entre la aventura personal (Yeltsin) y el regreso al pasado (golpe de agosto de 1991). Y como detonador de la crisis, el despertar de las naciones, de los países bálticos al Cáucaso.
Con anterioridad, el imperio europeo de Moscú se había derrumbado con el muro de Berlín por emblema. Gorbachov estaba solo, vaciló en agosto ante los golpistas, muchos de ellos colaboradores suyos, y la única luz de esperanza residía en la respuesta popular que se impuso al golpe. Se cumplía la estimación de Marx, de que los rusos solo conocen la libertad en el día de su entierro, ya que las movilizaciones de agosto carecieron de futuro político y las corrientes centrífugas se agudizaron hasta el pacto de disolución de la URSS que firmaron el 8 de diciembre Yetsin, presidente de la Federación Rusa, y los de Ucrania y Bielorrusia. El 25 de diciembre de 1991, Mijail Gorbachov leyó por televisión su renuncia al cargo de presidente de la URSS. Ésta dejaba de existir. En apariencia caía el telón sobre una etapa de la historia.
Lo cierto es que la alternativa democrática no tuvo lugar. En un nuevo ambiente de corrupción rampante y penuria económica, la lucha por el poder se resolvió el 4 de octubre de 1993 mediante el bombardeo del Parlamento ruso, ordenado por el presidente Yeltsin. Doscientos muertos, mil heridos. El nuevo régimen nacía así bajo el signo de la violencia y el autoritarismo, aunque el triunfo fue breve para Yeltsin por su condición de alcohólico terminal.
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Paradójicamente, en este camino de una dictadura a otra, el sueño americano se había disipado del todo y en las conversaciones con la gente notabas el regreso al anhelo tradicional de un poder fuerte que acabase con «la anarquía». Nadie mejor para atender esa demanda que Vladímir Putin, al ser elegido presidente en el año 2000: un hombre de la KGB, la organización que a juicio de Vázquez Montalbán poseía el mejor conocimiento de Rusia, habituada además a asegurar el orden por medio de una represión permanente. Eso sí, dispuesta a convivir con una enorme corrupción.
Resorte ideológico, el nacionalismo, teñido de elementos tradicionales -«pueblo ruso, pueblo ortodoxo»- y de exaltación del pasado imperial, forjado por los ejércitos de los zares y consolidado por Stalin. Éste se lo había explicado a sus colaboradores en noviembre de 1937: los zares «amasaron un enorme Estado y nosotros hemos heredado ese Estado». Al invadir Checoslovaquia en 1968, Brezhnev pensaba lo mismo. Stalin confiaba en que la pluralidad de componentes nacionales de la URSS quedaría sometida a la mano de hierro comunista, pero al mismo tiempo, como hizo notar Hobsbawn, sostuvo una concepción objetivista de la nación, de manera que las hizo sobrevivir, incluso constitucionalmente, por debajo de la unidad forzada. Creó de este modo los supuestos del estallido de la URSS que culmina en 1991.
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El joven oficial de la KGB Vladímir Putin, al contemplar la caída del muro en Berlín y, más tarde, el fin de la URSS, consideró que ambas cosas suponían una catástrofe histórica. En cuanto se consolidó en el poder, movió pieza a pieza sobre el tablero, con determinación y paciencia, como hubiera hecho Stalin, a fin de reconstruir la esfera de dominio de la antigua URSS, en torno al núcleo de la Federación Rusa. Vio con dolor las derrotas de Serbia, y en el nuevo siglo tomó la iniciativa, aprovechando la agresión a Osetia del Sur, para como respuesta invadir y mutilar a Georgia.
Reemprendió la política de reto imperialista a los EE UU, en Siria y en Libia, con notable éxito, y sobre todo inició el cerco y mutilación de Ucrania, a la cual considera «parte inalienable de Rusia». Cuenta siempre con que sus agresiones armadas no provocarán una respuesta militar de la OTAN, y no duda en esgrimir el órdago nuclear.
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En fin, como en la era estaliniana, el correlato interior es la represión, llegando a la eliminación de opositores (caso Navalni). Los rusos viven mal, bajo el peso de los gastos militares, pero respaldan con entusiasmo la política de Putin, quien afila las uñas para invadir Ucrania. El fantasma de la URSS sigue ahí.
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