El sonido común
Yo empecé a conocer y a admirar Notre-Dame mucho antes de verla, gracias a la literatura. A través de la maravillosa novela de Victor ... Hugo, siendo aún niña, la catedral me fue haciendo el regalo de su historia, su arquitectura, su espléndido tesoro lingüístico- fue mi primer contacto con palabras como «gárgola» o «quimera» por ejemplo-, sus espacios de acogida y refugio; sus rincones también propicios para la fantasía y el misterio. Y sobre todo, de lo que llamaré ahora sus «tensiones vitales». Con esa comprensión imperfecta y muda, y sin embargo certera, de la infancia, entendí que Notre-Dame significaba la libertad y el amor, pero también el dolor. Que en su interior vivía la belleza, pero también la exclusión. Y que las catedrales, con su imponente estampa, estaban ahí para que lo recordáramos y le pusiéramos un remedio de justicia y empatía.
Ese fue mi flechazo con Notre-Dame, que el tiempo y las visitas han confirmado. La quiero más ahora; la conozco y la admiro mejor. Pero no olvido lo que aquel primer encuentro sembró en mí. Y por eso hoy, con el corazón encogido, quiero sentir también una forma de confianza, de entusiasmo incluso. Por esa tarea de reconstrucción que nos espera. Porque Notre-Dame es de París y de Francia, claro; pero también de todos. Y de Europa. Una Europa que no va a dejar que se pierda ese grandioso símbolo. Una Europa que se está perdiendo a sí misma, y que ahora gracias a Notre-Dame tal vez deja de hacerlo y se reencuentra. Y se mira en el espejo de ese incendio, de esas ruinas de su catedral, y se pone, con decisión de nuevo, a defender su sentido; a preservar lo común, a reedificar la ambición de libertad, de solidaridad, de justicia compartidas. A recomponer el sonido de las campanas que hacía sonar Quasimodo y que todos, independientemente de cual fuera su idioma, reconocían y atendían. El sonido común.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión