Durante los últimos tres años, la política israelí es como un tiovivo, que gira frenéticamente pero que se limita a dar vueltas sobre si misma ... sin ir en realidad a ninguna parte. Los votantes lo perciben y la participación desciende. El actual primer ministro, Benyamin Netanyahu, proclama su victoria cuando todavía el recuento no ha concluido, pero su partido, el Likud, habría sacado como mucho 30 o 31 escaños sobre 120. La política israelí ha estado siempre muy fragmentada, y esa fragmentación ha ido acentuándose con los años.
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La esperanza de Netanyahu era formar gobierno coaligándose con los demás partidos de derechas, pero según avanza el recuento esa esperanza se complica. Pero aunque el bloque de derechas lograse 61 diputados, subsisten dos problemas: El primero es que varios de esos partidos están formados por disidentes del Likud, escindidos por hostilidad a Netanyahu, debido a su autoritarismo y sus escándalos de corrupción. Netanyahu no oculta sus designios de legislar ad hoc para no ser juzgado por sus corruptelas, lo que envenena todavía más la política israelí.
El segundo es que estas elecciones tuvieron que convocarse anticipadamente -las cuartas en dos años- porque Netanyahu reventó su coalición de gobierno con el líder centrista Beny Gantz. Ambos líderes, que se odiaban, sumaban 69 escaños y acordaron colaborar por el bien del país ante la pandemia del Covid-19, turnándose en el poder. Netanyahu se negó a cumplir su parte del trato, bloqueando el gobierno con leyes absurdas -como aprobar de golpe el presupuesto para dos años- para evitar la alternancia prometida. El resultado es que el partido de Gantz, Azul y Blanco, ha pasado de 33 escaños a 8. El votante no se ha revuelto furioso contra el estafador, sino contra el que se dejó estafar. Ahora todos los líderes de derechas que podrían aliarse con Netanyahu podrían negarse a hacerlo, pensando que les podría suceder lo mismo.
Por otra parte, aunque los partidos de derechas quedasen por debajo de los 60 escaños, sus rivales de centro y de izquierda están tan fragmentados que les resultaría muy difícil formar un gobierno estable. La derecha tiene el Likud como gran partido que puede agrupar a todos los demás. La izquierda no tiene nada comparable.
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En el pasado, la perenne amenaza exterior obligaba a los políticos israelíes a mantener los pies en el suelo y sacrificar fobias y ambiciones personales por la supervivencia del país. A día de hoy Jordania y Egipto se han rendido, Siria está en llamas, Irak es un caos, Irán está muy lejos y los palestinos parecen ya definitivamente vencidos, sin que parezca difícil o arriesgado ir arrebatándoles las pocas tierras que todavía conservan. Por lo tanto hay margen de sobra para entregarse al faccionalismo y las disputas cainitas.
El tiovivo político israelí sigue girando sin sentido y aunque se pergeñase una coalición de gobierno, sería un armatroste inverosímil de muy corta vida, de manera que en pocos meses habrá que convocar elecciones por quinta vez, sin esperanzas reales de que vaya a servir para algo.
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