Cuando la tragedia termina con 'un happy end', y el autogolpe de Trump parece cerrarse así, existe la tentación de suponer que las cosas no ... podían acabar de otra manera y siempre la democracia se habría afirmado. Esta forma de ver las cosas presenta un episodio histórico de extrema gravedad como si se tratara de una simple pesadilla. Incluso notables especialistas contemplan la historia de ETA desde este ángulo. Frente a ello interesa disipar tanto la ilusión de que existe lo que Bossuet llamaba «una secuencia (previamente) regulada de los acontecimientos» como el carácter pasajero de los traumas históricos.
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En el primer sentido, siempre recordaré la conversación sostenida en julio de 1988 durante una cena entre Nicolás Sartorius y Juan Carlos I sobre la muerte de Carrero Blanco. El primero, fiel al marxismo, opinaba que nada habría cambiado a la postre. El rey, no sin precisar su oposición radical a los atentados terroristas, añadió solo una frase: «Sin ese, no estaríamos aquí». Conviene mirar así lo ocurrido en Washington. Tal vez todo iba a acabar igual, pero sin el giro hacia la legalidad del vicepresidente Pence el caos resultante pudo servir de coartada a Trump para suspender el proceso. Las imágenes se han impuesto sobre las mentiras, revelando el alcance de la subversión y su zafiedad. Como aquí el 23-F.
Conviene además tener en cuenta que detrás de la aparición del reptil se encuentra siempre el huevo de la serpiente, un proceso histórico en cuyo marco un sujeto, minoritario y a veces individual, activa su carga de violencia, introduce nuevos elementos de radicalización y se sirve de eficaces técnicas de comunicación social, las cuales le permiten generar y organizar políticamente un movimiento de masas. Tal es el contenido del «fascismo eterno» del que habló Umberto Eco, con sus diferentes orígenes y rasgos ideológicos cambiantes. Siempre un movimiento político dirigido a consolidar un sistema de dominación, supuestamente amenazado en sus intereses y en sus símbolos, desde el interior de una democracia frágil -hoy «cansada»-, con la finalidad de suprimir tanto el pluralismo como las reivindicaciones de los grupos sociales inferiores. La máscara del dictador puede cambiar, desde el líder de masas uniformado del fascismo clásico hasta nuestro supermacho bien cebado que busca transformar un poder económico de origen fraudulento en un régimen político dictatorial a su propio servicio. Los procedimientos democráticos son las barreras a eliminar. El ataque de Trump a la democracia americana constituye su más reciente expresión. Ob viamente en el nombre sagrado de América.
Las banderas de la Confederación exhibidas durante el asalto dicen bastante acerca de los orígenes del trumpismo. La derrota del Sur en la Guerra de Secesión fue un ejemplo más de transformación 'gattopardiana' en que todo cambió para que todo siguiese igual. Sin esclavitud, los elegantes caballeros de 'Lo que el viento se llevó' rehicieron violentamente su hegemonía en la sociedad posesclavista que llega hasta ayer, a pesar de las presidencias demócratas y de los movimientos de derechos civiles: el primer senador negro en Georgia acaba de ser elegido. Y el modelo se ha corrido al extenso espacio interior del país, traducido ahora en mancha roja de votos a Trump. Las leyes legitiman a quienes detentan el poder, pero si hace falta, las ignoran, mientras el cambio demográfico, desfavorable para el poder 'wasp', ha intensificado su violencia reactiva. Recordemos la vieja película 'La jauría humana', espejo de una América de propietarios blancos que desde el racismo deviene nacionalsocialismo, desprecia toda autoridad que no esté a su servicio y a treinta años del fin de la URSS sigue viviendo del anticomunismo. Una mentalidad, al tiempo defensiva y agresiva, que enlaza con el tipo de relaciones económicas propias de un capitalismo especulativo y desregulado, que ve claramente a Trump como su exponente perfecto. Trump no es su creador, sino su criatura.
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El nuevo sistema de comunicación social y política resulta ser además el instrumento magnífico de ese poder. Las masas sustituyen al ciudadano, como hace un siglo. El tuit asigna al usuario un falso protagonismo como emisor y le coloca a plena disposición de quien elabora en beneficio propio los mensajes, en una técnica de marketing y de consigna, sin argumento alguno. Como se ha visto en estas últimas semanas, Trump no ha necesitado explicar nada. Con tuits de la máxima irracionalidad, mentira tras mentira, ha inyectado en la mente de sus seguidores la necesidad de destruir todo aquello que a él no le conviene. Democracia incluida. Veremos ahora los efectos del virus masivo así recibido por media sociedad americana.
Avisemos finalmente de que la eficacia del imperio de la mentira no se ciñe solo a mensajes de extrema derecha. La tentación de solidificar una situación de poder político sustituyendo el debate por la manipulación, la información por la mentira, está demasiado presente entre nosotros.
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