¡Defendamos Jerusalén!
Nadie se puede arrogar un 'mandato divino' para justificar sus reivindicaciones territoriales. La Ciudad Santa debería ser compartida y abierta a todos
Mordejai tiene 32 años y es padre de nueve hijos. Reside en el emblemático asentamiento de Kiryat Arba, fundado tras la guerra de 1967 en ... una colina a las afueras de Hebrón. Dirige un grupo de una treintena de judíos ultraortodoxos e hipernacionalistas que cada día bajan a la mezquita de Abraham para rezar ante las tumbas de los patriarcas (junto a Isaac y Jacob), uno de los lugares santos tanto para el judaísmo como para el islam. La oración comienza de madrugada cuarenta minutos antes de que salga el sol. Los musulmanes palestinos que se encuentran allí rezando les ceden el sitio «porque hemos llegado a un statu quo». La historia la contó en su día Eugenio García Gascón en su libro 'Israel en la encrucijada' (Debate) cuando era corresponsal de EL CORREO. En 'Oriente medio, oriente roto: tras la huella de una herida abierta' (Península), Mikel Ayestaran completa el diagnóstico desde su experiencia, también como corresponsal de este periódico. Ambas obras resultan muy útiles para comprender un poco mejor lo que ocurre en esta zona tan agitada y compleja del mundo.
Pero el statu quo no siempre se respeta. En Hebrón, en la Cisjordania ocupada, muy pocas veces. El 23 de agosto de 1929, después de meses de disputas sobre los santos lugares en Jerusalén, grupos de árabes atacaron de manera indiscriminada a los judíos que se habían establecido en Hebrón. En febrero de 1994, el colono Baruch Goldstein ametralló a los musulmanes que oraban ante la Tumba de los Patriarcas con un balance de 29 muertos y decenas de heridos. El escritor Mario Vargas Llosa lo visitó en 2006 y quedó impresionado. Fruto de aquel viaje es el libro 'Israel/Palestina. Paz o guerra santa' (Aguilar). «Aquí se está llevando a cabo una sistemática limpieza étnica y religiosa», escribió el Nobel de Literatura. La Unesco ha declarado la ciudad vieja de Hebrón patrimonio de la humanidad en peligro y, en respuesta, Israel ha decidido recortar su aportación a la ONU para reforzar proyectos en la colonia de Kiryat Arba.
La convivencia está fracturada y la paz es muy frágil, sobre todo en Jerusalén, donde se concentran tantos lugares santos, para unos y para otros. Para el judaísmo, el cristianismo y el islam. El Muro de las Lamentaciones en lo que queda del Templo de Salomón, y sobre el que se extiende la explanada de las mezquitas. La de Al Aqsa es el tercer lugar más sagrado para los musulmanes tras La Meca y Medina. La Cúpula de la Roca. El Santo Sepulcro, en el que desemboca la Vía Dolorosa tras atravesar el barrio árabe. La Ciudad Vieja es un polvorín y Trump está a punto de encender la mecha si, al final, decide trasladar la embajada de EE UU de Tel Aviv a Jerusalén. «Pretender Jerusalén en exclusiva abre sendas oscuras», se alerta desde Tierra Santa.
La carga simbólica de la Ciudad Santa es evidente. Jerusalén es algo más que una connotación geográfica o una realidad sociopolítica. Lo explica muy bien el padre jesuita David Neuhaus en un artículo que aparece esta semana en 'La Civiltá Cattolica', la emblemática e influyente revista de la Compañía de Jesús. Neuhaus, hasta hace muy poco director del Vicariato Santiago de Jerusalén para católicos de lengua hebrea, analiza la posición del Vaticano, que siempre ha mantenido una postura de neutralidad frente al sionismo o el nacionalismo palestino en sus reivindicaciones territoriales. Pero ha habido una evolución. Antes los dos problemas fundamentales era la protección de los santos lugares y el libre acceso de la comunidad cristiana. Ahora se ha añadido la promoción de la justicia y de la paz y el crecimiento del diálogo interreligioso.
Resulta evidente que la vocación de Jerusalén como ciudad de la paz no se ha traducido en una realidad. Después de una docena de guerras y dos sangrientas intifadas. Después de numerosos acuerdos de paz (Camp David, Conferencia de Madrid, Oslo...). Después de innumerables resoluciones de la ONU. Después de la visita de tres papas. «La Santa Sede continúa trabajando incansablemente para promover su visión de Jerusalén como ciudad de paz y lugar donde los judíos, musulmanes y cristianos puedan vivir juntos y ser testigos de un Dios que ama a todos», escribe Neuhaus.
El Vaticano apuesta por una solución negociada que sea fruto del diálogo entre las partes enfrentadas. Una coexistencia pacífica de dos Estados dentro de unas fronteras acordadas entre ellos y reconocidas a nivel internacional. Respetando el 'statu quo' de Jerusalén. Bajo esa doctrina se han pronunciado en los últimos días los líderes religiosos de Oriente Próximo en un frente común, que ha defendido los derechos de las religiones monoteístas y los derechos nacionales de los palestinos. Un movimiento como el que pretende Trump, desde un enfoque exclusivista y unilateral, rompería el frágil equilibro. Jerusalén tiene que ser una ciudad compartida y abierta a todos. También en términos de soberanía. Nadie se puede arrogar un 'mandato de dios' para defender sus reivindicaciones. He vuelto a releer el libro 'Mi tierra prometida. Triunfo y tragedia de Israel', (editorial Debate), en el que Ari Shavit rememora la llegada de los pioneros judíos, antes de las sucesivas aliya, las inmigraciones sistemáticas, con la convicción de que había sitio para todos. Entonces era un romanticismo humanista. Ahora es una obligación avalada por el Derecho internacional. No hay otro camino. Alguien se lo debería regalar a Benyamin Netanyahu.
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