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El 17 de abril de 1998, muchos periódicos dieron en sus portadas una foto de impacto. En ella aparecía el cuerpo sin vida de un hombre bajito y delgado hasta los huesos. Ataviado con una camisa verdosa y un pantalón corto y con un paipay en la almohada, estaba flanqueado por dos mujeres, su segunda esposa y una de sus hijas. Se encontraba en una desvencijada choza situada a un kilómetro de la frontera con Tailandia. Sobre sus hombros cargaba con la muerte de dos millones de camboyanos. Nunca se arrepintió de ello. Era el cadáver de Pol Pot, el sanguinario líder de los Jemeres Rojos. Había muerto dos días antes en medio de la selva, perseguido por Estados Unidos y defenestrado incluso por sus propios seguidores, que planeaban entregarle. Pero la noticia solo se conoció al día siguiente, hace exactamente 20 años.
Pol Pot pertenece, junto a Hitler, Stalin o Mao, a la peor estirpe de genocidas del siglo XX. Saloth Sar, que así se llamaba realmente, había nacido el 19 de mayo de 1925 en el seno de una familia de campesinos acomodados. Para su educación, fue enviado a un monasterio de monjes budistas donde solo permanecería tres años, al parecer porque su capacidad intelectual no daba para mucho. Con contactos con la familia real camboyana, recibió una beca para estudiar en París. Camboya era por entonces una colonia francesa de la que se independizaría en 1953. Fue en la capital francesa donde entraría en contacto con las teorías marxistas y leninistas.
Más interesado en la política que en los estudios, perdió la beca y regresó a su país poco antes de que Francia reconociera su emancipación en 1954. Ejerció durante un tiempo como profesor de lengua y literatura francesas. Ya en 1965, un viaje a la China de Mao y del 'salto adelante' le hizo forjar el terrible futuro con que torturaría a sus compatriotas.
En 1970 estalló una guerra civil en el país que quedó ensombrecida por el mayor conflicto de la época, la guerra en la vecina Vietnam. El general Lon Nol se hizo con el poder con el apoyo de Estados Unidos y proclamó la República Jemer. Su estancia en el poder no duraría en exceso. La retirada estadounidense en 1973 y el empuje de los Jemeres (camboyano, en lengua local) Rojos liderados por Pol Pot provocaron su caída en 1975. Comenzaba una era de terror como pocas veces se ha visto.
Inspirado en las teorías revolucionarias aprendidas en París y en la experiencia vivida en la China de Mao, Pol Pot añadió a su fórmula el modelo de la legendaria Angkor, la antigua capital del imperio jemer en su época de esplendor. Todas esas ensoñaciones derivaron en un régimen que quemó bibliotecas y arrasó las fábricas; que destruyó los vehículos a motor e instauró el carro de mulas como medio de transporte nacional; que prohibió el uso de medicamentos; y, sobre todo, exterminó a dos de los siete millones de camboyanos que poblaban el país. Entre las razones de las masacres, saber un segundo idioma o llevar gafas, un instrumento propio de los odiados intelectuales. Médicos, abogados, funcionarios... Todos fueron víctimas de su locura asesina. El resto de camboyanos fue obligado a trabajar en los campos en jornadas agotadoras. Un infierno donde poseer una olla era delito. Tampoco se podía hacer deporte, otra práctica 'burguesa y capitalista'. También hubo campos de exterminio. El más conocido, por terrible, fue el de Tuol Sleng, donde se calcula que perecieron 20.000 personas.
La Kampuchea Democrática, que así se denominó esta utopía ruralista, cayó en 1979. La intervención militar vietnamita obligó al tirano a salir del país. A partir de entonces comenzaron a hacerse públicas las atrocidades cometidas durante aquellos cuatro años. «Mi conciencia está limpia», aseguró el genocida en una entrevista en 1997. Condenado a arresto domiciliario por sus propios camaradas y cerca de ser entregado a Estados Unidos, Pol Pot terminaría su vida en esa choza perdida en la selva camboyana. Aquel 17 de abril se afirmó que por causas naturales o suicidio. Tiempo después se dijo que pudo ser asesinado por sus antiguos acólitos. Siete periodistas fueron llevados al lugar para certificar su muerte. No era la primera vez que se le había dado por muerto. Esta vez era cierto.
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