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Lunes, 15 de julio 2019, 10:31
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El periodista bilbaíno Txema García aterrizó por primera vez en Nicaragua en el verano de 1983. Como muchos otros -brigadistas, cooperantes...- fue a comprobar cuál era el alcance de las profundas transformaciones sociales que se estaban produciendo al calor de la Revolución Sandinista, que pocos años antes había derrocado el régimen del dictador Anastasio Somoza Debayle. «Eran tiempos gloriosos, de amaneceres luminosos, de celebración y victorias», escribiría después en su libro 'Lava y ceniza', un viaje a través de los cuarenta años de aquella revolución.
En sus páginas aparecen personalidades ilustres de entonces: Sergio Ramírez, escritor que llegó a ser vicepresidente del país; Ernesto Cardenal, ministro de Cultura; Jaime Wheelock, ministro de Reforma Agraria... Todos comienzan su relato en una fecha concreta: el 19 de julio de 1979, día en el que las tropas del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) entraron en la capital, Managua, y que hasta hace varios años se celebraba como una fiesta nacional en Nicaragua.
Una vez en el poder, el Gobierno revolucionario se propuso mejorar la vida de los nicaragüenses bajo la sombra del movimiento contrarevolucionario, conocido como 'La Contra' -grupo paramilitar formado por antiguos miembros de la Guardia Nacional de Somoza y financiado por EE UU-. «Era un país en guerra, por una parte; y por otro, un territorio que buscaba modificar aspectos cruciales como el empobrecimiento de los campesinos, el analfabetismo de la población y el acceso a la educación o a la sanidad», explica García.
La Cruzada de Alfabetización y la integración de los segmentos sociales marginados y pobres hacían soñar con un futuro esperanzador. En su trabajo en la Agencia Periodística de Información Alternativa (APIA), Txema García logró entrevistar a una parte importante de los dirigentes de aquella época: el ministro de Interior, Tomas Borge; la poeta Gioconda Belli y el escritor Eduardo Galeano, entre otros.
En el imaginario común permanecen las imágenes de Daniel Ortega, Dora María Téllez y Eden Pastora, el 'comandante cero', vestidos con el atuendo de guerrilleros y rodeado de banderas rojinegras del FSLN. Los tres formaban parte de la tendencia 'insurreccional' del movimiento. Fidel Castro promovió la idea de crear una Dirección Nacional, con nueve miembros, tres de cada tendencia del sandinismo, «con la idea de establecer un equilibrio de poder para evitar que surgiera un caudillo», explica Sergio Ramírez en la entrevista recogida en 'Lava y ceniza'.
Entrevistas. Sergio Ramírez, Carlos Fonseca Terán, Jaime Wheelock y Gloria Carrión, entre otros.
Autor. Txema García fue periodista de la agencia APIA en Nicaragua en la década de los 80.
Sin embargo, ya empezaban a aflorar las primeras grietas dentro del FSLN. «Una de las frases que se me atragantó al llegar fue 'Dirección Nacional ordene'. El verticalismo en la toma de decisiones estaba muy extendido y casi toda la población se sometía a estos planteamientos convencida», recuerda García. Este organismo tomaba las decisiones y las planteaba a modo de 'orientaciones' de las que nadie podía apartarse.
Poder centralizado
La guerra con 'La Contra' lastró al sandinismo y el FSLN perdió gran parte del apoyo popular, a medida que las familias iban recibiendo a sus hijos muertos en combate. La victoria en las elecciones de Violeta Barrios de Chamorro en 1990 puso fin a esa guerra. «Fueron dieciséis años de gobiernos neoliberales y extremadamente conservadores», explica Txema García, que «borraron del mapa» las conquistas sociales revolucionarias. Mientras, en la oposición, Daniel Ortega adoptó una línea de confrontación dura y comenzó una lucha para regresar al poder que provocó una desbandada en el seno de su formación.
Antiguas caras conocidas se desvincularon del partido, pero en 2006 el sandinismo conquistó de nuevo el poder, aunque con la piel cambiada. «Daniel Ortega volvió con su mujer Rosario Murillo a la cabeza, pero este sandinismo ya no representaba aquel que estuvo vinculado a los ideales revolucionarios de finales de los setenta». Es más, para lograr ser elegido como presidente, Ortega pactó con el expresidente Arnoldo Alemán para reducir el porcentaje de votos necesarios para ganar la presidencia al 35%, a cambio de que éste no fuera procesado por corrupción.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la Organización de los Estados Americanos (OEA) ha expresado esta semana su preocupación porque continúa «la represión» en Nicaragua después de casi cinco meses de que se creara una mesa de negociación para intentar superar la crisis que estalló hace más de un año. Lamenta la falta de voluntad del Gobierno para el restablecimiento de las libertades y derechos de la población, así como para superar la situación de impunidad respecto de las graves violaciones de derechos humanos cometidas desde el 18 de abril de 2018, cuando comenzaron las protestas.
Este organismo internacional señaló la persistencia del Estado policial en Nicaragua, «caracterizado por la prohibición de las protestas sociales y afectaciones a otros derechos por actos de estigmatización, ataques y agresiones, asedio y la continuación de detenciones arbitrarias en todo el país».
Desde entonces, Ortega se ha mantenido en el poder, sin convocar elecciones y siendo reelegido automáticamente. «Es un Gobierno que se ha adaptado al poder, cuya cúpula, la familia Ortega-Murillo se ha enriquecido con él». Txema García analiza en su libro la transformación de la cúpula del FSLN, «que aun siendo de carácter progresista o revolucionario en sus inicios, acabó transformándose en un aparato de poder alejado de los intereses de las bases que en sus días les apoyaron».
Entonces, ¿qué queda de la revolución cuarenta años después? «En el aspecto material no queda mucho», observa García. La reforma agraria fue revertida, se ha incrementado el número de personas analfabetas y Nicaragua se mantiene como el segundo país más pobre de América, después de Haití. Sin embargo, a partir del 18 de abril de 2018 una revolución cívica y pacífica encabezada por los estudiantes tomó las calles de Nicaragua para demandar la salida del régimen Ortega-Murillo. Una lucha que sigue, a pesar de la fuerte represión del Gobierno, de la que ya han huido a Costa Rica unos 60.000 nicaragüenses y los muertos se cuentan por centenares. «Lo único que queda es una rebeldía de la sociedad que bebe de aquella época revolucionaria. Una conciencia de no admitir injusticias». Y puede que ese legado, fruto de uno de los capítulos más luminosos de la historia de Nicaragua, sea su mejor arma.
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