Ignacio Ellacuría, el hombre que quiso evitar la guerra
Testigo directo. El autor relata su encuentro con el jesuita vasco en El Salvador en 1980 y los esfuerzos de mediación del sacerdote en el conflicto, del que acabaría siendo víctima
Iñaki martínez
Escritor y abogado. Vivió en El Salvador entre 1980 y 1984
Domingo, 28 de junio 2020, 02:07
Llegué a San Salvador el 20 de marzo de 1980. El 24 del mismo mes, asesinaron al arzobispo Óscar Arnulfo Romero mientras oficiaba misa en ... una pequeña capilla. La víspera, en lo que fue su última homilía había implorado desde el púlpito: «yo les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios, cesen la represión».
Estuve en el funeral y en la manifestación que tuvo lugar a continuación. Los más jóvenes levantaban sus puños al cielo y pedían armas. Desde el altar, Ignacio Ellacuría Beascoechea y otros jesuitas demandaban calma. Trataban de evitar un baño de sangre que al final se produjo. Estalló una bomba frente a la Catedral y los militares dispararon desde azoteas de edificios oficiales: 40 muertos en poco más de media hora y 250 heridos de bala.
Ellacuría era rector de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas de San Salvador. Los salvadoreños la conocían como la UCA. Era la primera persona a la que visitaban los embajadores nuevos que llegaban al 'Pulgarcito de América', como definió al país la Nobel de literatura Gabriela Mistral por su pequeño tamaño. Como la provincia de Badajoz.
Cuando Ignacio Ellacuría supo que llegaba para trabajar en la Comisión de Relaciones Internacionales del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) me dijo: «esos muchachos que te han reclutado son los que mataron al poeta Roque Dalton». La primera bofetada que recibí. Era cierto. Dalton, Premio de Poesía Casa de las Américas 1970, fue asesinado por algunos de sus compañeros a causa de divergencias políticas. El crimen se silenció durante muchos años. La excusa: «no hacer el juego al imperialismo», una frase excelente, en ella cabía cualquier cosa.
«Vengo de un país que chorrea sangre». Era la frase con que iniciaba sus charlas en el extranjero
El FMLN se preparaba para empezar la guerra. Ellacuría habló con los comandantes. No una vez, decenas. El jesuita de Portugalete que nunca dejaba de sonreír les comprendía. Les dijo que estaban cargados de razones. La explotación de los campesinos pobres era insoportable. La riqueza se concentraba en pocas manos. La democracia era un sueño formal, los presidentes eran elegidos en fraudes descarados.
Ellacuría añadió: los jesuitas lo sabemos. Al anochecer de cada día, del corazón de algunos cuarteles parten comandos con listas de líderes sindicales, estudiantiles, de organizaciones del campo a los que asesinar en las horas siguientes. Son los Escuadrones de la Muerte.
Los salvadoreños se sobrecogían al amanecer. Un cadáver en una esquina, otro en la siguiente. A muchas de las víctimas les decapitaban con machetes de filo agudo de los que suelen usar los campesinos para abrirse paso en el monte y la espesura. Las cabezas permanecían horas y horas sobre los tableros de los puentes en las vías más transitadas. Las mujeres, hombres y niños que se dirigían a sus destinos levantaban la mirada y contemplaban aquel festival de muerte. Era un plan diseñado para que los ciudadanos se enterasen de lo que les esperaba si apoyaban a la guerrilla.
Ignacio Ellacuría poseía la cualidad de hablar claro. Narró a los comandantes el resultado de sus reuniones con líderes políticos de la región con los que buscaba una solución que evitase la guerra. «La Tercera Vía», así lo bautizó él.
Consistía en elecciones libres con participación de la guerrilla verificadas por la comunidad internacional. Apartamiento inmediato de los mandos militares y policiales responsables de asesinatos de civiles. Un proyecto de Reforma Agraria de aplicación inmediata que redactarían expertos independientes, entre ellos la UCA.
Y 'El Doctor', así lo conocíamos en la jerga clandestina, remató: «Ustedes no van a ganar la guerra. No lo intenten, costará numerosas vidas inocentes. He hablado una y otra vez con los jesuitas norteamericanos y estos lo han hecho con líderes del Congreso y Senado de su país. Esto es lo que les han respondido: 'el triunfo sandinista en Nicaragua ha sido un hito inesperado, algo con lo que nos hemos topado debido a las torpezas de Anastasio Somoza. En ningún caso permitiremos que El Salvador caiga en manos de la izquierda. Luego vendría Guatemala, país vecino de México, nuestro patio trasero'».
Apoyo internacional
Pero era demasiado tarde. La fuerza moral estaba con la guerrilla. Los comisionados de esta viajaban por un país y otro. El alcalde de Madrid Tierno Galván gestionó personalmente ante varios gobiernos de Oriente Medio y África del Norte la obtención de fondos y medios de guerra. El Gobierno de Yugoslavia ofreció botas y uniformes. De Vietnam llegaron ingentes cantidades de fusiles norteamericanos aún en buen uso. Los sindicatos alemanes ligados al SPD organizaron una colecta entre sus afiliados bajo el lema: «una bala para El Salvador».
François Mitterrand prometió reconocer al FMLN como 'Fuerza Representativa' si ganaba las elecciones de mayo de 1981 y cumplió su promesa. Yo mismo, en mi condición de miembro de la Comisión de Relaciones Internacionales de la guerrilla, me entrevisté en varias ocasiones en Matignon con Bernard García, asesor del primer ministro Pierre Mauroy, quien había sido cónsul de Francia en Bilbao.
El 10 de enero de 1981 empezó la guerra. Nunca dos bandos se odiaron tanto ni lucharon con tanta fiereza y determinación en un territorio tan pequeño. La guerrilla consiguió que los cientos de millones de dólares entregados por el Gobierno de Washington al ejército salvadoreño en medios militares y en asesores fracasaran una y otra vez en los Departamentos de Morazán y Chalatenango. La guerrilla mantuvo amplias zonas como «territorio liberado» y sus columnas incursionaron con éxito en los barrios de lujo de la capital. Rechazaron ofensivas una y otra vez, soportaron bombardeos en una epopeya que emulaba al lejano Vietnam. Quizá no tenían capacidad para ganar la guerra pero demostraron que en modo alguno se les podía doblegar y vencer.
Ignacio Ellacuría era un hombre perseverante. No permitió que el abatimiento lo venciese. Cada día numerosas personas perdían la vida. Contó siempre con los buenos consejos de Jon Cortina, otro jesuita de Bilbao. Y con el trabajo silencioso y eficaz de Begoña Sopelana, una duranguesa afincada en El Salvador vinculada a Fe y Alegría.
Nunca quiso abandonar El Salvador, pese a que numerosas personas y organizaciones se lo imploraban. ¿Temía por su vida? Es probable pero el empeño era más sólido que sus temores. «Vengo de un país que chorrea sangre». Era la frase con que iniciaba sus intervenciones en el extranjero. No venía de un país sino del infierno.
Recibió golpes duros. Alguno de ellos durísimo. Se enteró de que la comandante 'Ana María', número dos de la organización guerrillera FPL -la más importante en efectivos-, de nombre Mélida Anaya, maestra y líder del sindicato de educadores, de 53 años, había sido asesinada en Managua el 6 de abril de 1983 por orden del primer comandante, Salvador Cayetano Carpio, alias 'Marcial', a causa de diferencias sobre la conducción de la guerra. Fue un crimen horrible y torpe. Apuñalaron a 'Ana María' con un picahielo ochenta y cinco veces. Ignacio Ellacuría nos contó lo sucedido a su prima, Teresa Doueil Ellacuría, periodista de EL CORREO, y a mí. A ella bajo la condición de 'off the record'.
Ese 6 de abril 'Marcial' estaba de viaje oficial en Libia. Muamar Gadafi puso a su disposición un avión y se trasladó a Managua. En el sepelio estaban presentes los nueve comandantes del Frente Sandinista y los cinco del FMLN. 'Marcial' pronunció la oración fúnebre, glosó la figura de 'Ana María', a la que definió como su amiga, como la luchadora más valiosa. Los presentes lo abrazaron y le transmitieron su pésame.
Las autoridades de Nicaragua empezaron sus investigaciones y de primeras ofrecieron una respuesta socorrida. Tomás Borge, ministro del Interior, acusó del asesinato a la CIA y alegó como prueba la brutalidad del mismo. Sin embargo una circunstancia les inquietaba. La comandante 'Ana María' residía en Managua en una casa de alta seguridad. Si la CIA era capaz de llegar a ella significaba que el régimen estaba infiltrado como un queso Gruyère. Los autores materiales fueron detenidos, eran salvadoreños y pertenecían a la organización guerrillera. Confesaron que la orden había partido del mismísimo comandante 'Marcial'.
Los nueve comandantes del FSLN convocaron a la dirección del FMLN. 'Marcial' estaba presente. Humberto Ortega entregó las pruebas. No ofrecían grieta alguna. Estaban obligados a tomar una decisión.
Tomás Borge aludió al daño reputacional que la revelación de los hechos habría de causar al movimiento guerrillero. El comandante Humberto Ortega, por entonces ministro de Defensa, tomó la palabra de nuevo. «El Compañero Fidel recomienda silenciar lo sucedido para evitar el escándalo y la desmoralización de los combatientes. Cuba se ofrece para acoger a 'Marcial'. Se le recluirá en una casa de seguridad sin posibilidad alguna de abandonarla. Cuando la revolución triunfe, será trasladado a San Salvador y se le enjuiciará».
'Marcial' permanecía en silencio, no bajaba la mirada. Tenía 65 años. Humberto Ortega prosiguió: «Esa es la recomendación del compañero Fidel. Nosotros, sin embargo, preferimos otra solución». Sacó su revolver y lo puso encima de la mesa, frente a 'Marcial'. Este lo tomó, se levantó y dio unos pasos. Se dirigió a una habitación vecina. Al cabo de unos segundos se escuchó un disparo. 'Marcial' se había quitado la vida.
El crimen de la UCA
Ignacio Ellacuría continuó esforzándose en convencer a las partes para hallar un arreglo. A finales de la década de los ochenta sus puntos de vista empezaron a ser tenidos en cuenta. La guerrilla, algunos miembros del Gobierno salvadoreño y los norteamericanos escuchaban con interés creciente sus propuestas. Por esa razón los mandos militares que habían hecho de la guerra su entorno natural lo asesinaron. Y por odio.
Era el 16 de noviembre de 1989. Los autores no querían testigos. También asesinaron a los cinco jesuitas que dormían en las dependencias de la UCA: Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Ignacio Martín-Baró, Amando López y Joaquín López. Y a la señora que los atendía, Elba Ramos. Y a su hija Celina, menor de edad.
El 16 de enero de 1992, el Gobierno del El Salvador y el FMLN firmaron en México los Acuerdos del Castillo de Chapultepec que ponían fin a la guerra. En lo sustancial contenían las resoluciones que había propuesto Ignacio Ellacuría doce años antes. En el camino quedaron 75.000 muertos y 9.000 desaparecidos.
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