De manera que a estas horas una nave espacial de la NASA navega por el universo en dirección a una roca del tamaño de la ... pirámide de Guiza con la intención de atizarle un buen porrazo y desviarla de su órbita, evitando con ello que algún día (no antes de cien años) otra roca como esa pudiera llegar a chocar con la Tierra (o lo que quede de ella) y provocar grandes destrozos. El pedrusco se llama Dimorphos y, como casi todos los meteoritos, tiene forma de patata. Una patata potencialmente asesina.
De hecho, por poético que nos parezca el universo, la cruda realidad es que vivimos rodeados de basura espacial y amenazados por un gigantesco patatal compuesto por más de 20.000 asteroides susceptibles de cruzarse en nuestro camino. Dimorphos no parece ser uno de ellos, pero ha sido elegido como conejillo de Indias. Imaginemos que los ingenieros de la NASA han apuntado bien y que el dardo, en once meses, da en la diana. En ese momento, la sonda se destruirá por el impacto, no sin antes haberse hecho un selfi y haberlo subido a Instagram (por supuesto). Imaginemos también que Dimorphos cambia de trayectoria. ¡Bingo! Pero... ¿Y si por sacarlo de su órbita lo acabamos enviando a otro mundo? ¿A un planeta en el que quizás haya vida inteligente, tanto como para saber quiénes y desde dónde les han remitido semejante regalito envenenado?
Sí, sí, ya sé que hablo desde la fantasía más acientífica. Pero, bueno, películas de ciencia ficción más delirantes se han visto y han reventado la taquilla... Yo solo sé que ayer los terrícolas comenzamos una partida de billar espacial con carácter autodefensivo. Y que como le cojamos afición, algún día podríamos hacer carambola y desencadenar una guerra intergaláctica, por un quítame de ahí esos meteoritos.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión