Es curioso. En pleno debate sobre las macrogranjas, nos anuncian el primer trasplante de un corazón de cerdo a un humano. Y ya empezamos a ... querer al cerdo más que a un pariente. Pero sospecho que si de golpe sufriéramos una pandemia mundial causada por un raro virus que nos dejara el corazón turulato, de pronto íbamos a estar todos súper a favor de la cría intensiva de cerdos genéticamente modificados capaces de salvar nuestras vidas. Porque así somos... Del cerdo ya nos gustaba todo, hasta los andares. Y ahora también sus latidos. Ese corazón de oro que tiene el porcino, que lo da todo. Y lo come todo, sin saber el pobre que engorda para morir (un poco a lo Boris Johnson).
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El otro día, degustando un delicioso jamón ibérico, casi se me saltan las lágrimas. Fue de placer. Pero si en ese momento me llego a cruzar con Alberto Garzón le habría dicho que era de pena, de la tristeza misma de imaginar la puerca vida que acaso habría llevado la criaturita dueña de esa pierna, correteando (oink, oink) por la dehesa... Porque hoy comer proteína animal sin sentirse culpable, incluso un poco psicópata, está muy mal visto. A partir de ahora los envases de chorizo, lomo o jamón york deberían venir acompañados de la biografía del finado, una especie de hagiografía (vida de santo) destinada a avivar la mala conciencia de los que todavía no nos hemos hecho vegetarianos.
Hablando de salud, sorprende que siendo el cerdo en gran medida el culpable de nuestros altos índices de colesterol sea precisamente él, y más en concreto su corazón, quien nos salve de las enfermedades cardiovasculares. En cualquier caso, larga vida al trasplantado David Bennett... Y que nunca se le ocurra confundir el tocino con la velocidad, no vaya a darle una taquicardia.
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