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J. G.
Viernes, 11 de mayo 2018, 01:27
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El científico australiano David Goodall cumplió ayer su último sueño, que no era sino morir como quería. Tras cenar con su familia pescado frito con patatas y pastel de queso, puso la novena sinfonía de Beethoven y se tumbó en una cama de una clínica de Basilea, en Suiza. Un médico le colocó una vía intravenosa en el brazo y el mismo paciente se encargó de abrir una válvula que dio paso a un potente sedante que en altas dosis detiene los latidos del corazón. David Goodall se quedó dormido en pocos minutos y luego falleció. Tenía 104 años y no sufría ninguna enfermedad terminal. Simplemente, quería hacerlo.
Había viajado a Suiza, donde el suicidio asistido está permitido, después de que las autoridades australianas hubieran denegado su petición de quitarse la vida con asistencia médica. Goodall, un reputado botánico aún en activo, alegaba que su calidad de vida se había deteriorado y no veía motivos para seguir en este mundo. «No soy feliz. Quiero morirme. No es particularmente triste», declaró a principios de abril. Ayer lo consiguió. Se fue con Beethoven.
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