La guerra es trágica y triste. Y te pone un nudo en la garganta ver a esa pobre gente apretujada en los refugios con sus ... hijos. Que podríamos ser nosotros. Que hace ochenta años fuimos nosotros... Ver a un niño que llora en una estación asustado e indefenso, encoge el corazón a cualquiera. A mí en especial, hija de una madre evacuada a Inglaterra en plena Guerra Civil, junto a otros miles de niños vascos en el barco Habana, tras el bombardeo de Gernika.
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Pero no hace falta ser hija de una niña de la guerra para conmoverse ante el llanto avergonzante de un inocente. Y sin embargo así somos. Nos matamos absurdamente entre nosotros porque por lo visto se nos está haciendo largo que nos aniquile en masa el cambio climático. ¿Para qué corréis, idiotas, si estáis todos sentenciados?, pensará algún dios tocando la lira... Meterse en una guerra sin haber salido aún de una pandemia da cuenta del instinto autodestructivo y profundamente suicida del ser humano. La ensaladilla no sé, pero que la ruleta sea rusa ahora cobra más sentido que nunca. ¿Qué pretende Putin: terminar el trabajo que ha dejado a medias el coronavirus? La guerra es trágica y triste. Pero a ratos también absurda, como de Gila. Que un marinero intente hundir el yate de su jefe ruso llenándolo de agua, que Armani decida desfilar en Milán sin música y el gesto sea aclamado como un acto heroico, que dos tipos en Barcelona pongan en riesgo su vida escalando un rascacielos de 144 metros para denunciar las muertes de Putin. Si llegan a matarse, ¿habría que haberlos contado como víctimas de guerra? O que Boris Johnson siga haciendo oposiciones a Churchill... A este sí que con la invasión de Ucrania le ha venido Dios a ver. Hoy las bombas termobáricas silencian la traca de sus fiestas ilegales.
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