Hace unos días, alguien que conozco encontró un reloj perdido tras invocar a San Cucufato. Doy fe. Aunque, bueno, invocar no es la palabra... Porque ... no fue a base de oraciones sino de amenazas de corte delictivo (anudarle los testículos al sufrido Cucufato y mantenerlo así hasta que apareciera el objeto extraviado) como consiguió mi amigo recuperar su peluco. Es curiosa la relación que tenemos con los santos... No solo los ninguneamos como a Santa Bárbara (hasta que truena) sino que incluso somos capaces de someterlos a crueles torturas comparables a las que ya padecieron a lo largo y ancho de sus martirizadas existencias. Sé de una india maya que directamente coloca cabeza abajo (a mala leche) a un pobre San Pancracio de plástico para obligarle a cumplir sus plegarias (por ejemplo, que su patrón le mejore el sueldo).
El propio Buñuel contaba con gracia en 'Mi último suspiro' cómo en un pueblo del Bajo Aragón, durante una rogativa para pedir que cesara la pertinaz sequía, los que encabezaban la procesión, al ver que las nubes se disipaban sin dejar una gota de lluvia, tiraron la Virgen al río... De niña siempre pensé que a los santos y deidades se les conquistaba haciéndoles la pelota, no la puñeta. Repitiendo por ejemplo muchas veces y con gesto de sincera aflicción 'Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío'. Ahora, a mi vuelta de vacaciones, me pregunto a qué santo tendré yo que encomendarme para digerir 'lo nuevo': la entrevista a ese tal Iván Redondo que se peina fatal y se da más importancia que don Rodrigo en la horca, a Pablo Iglesias metido a humorista, a Casado que lo flipa como virtual presidente, la moda del 'Juego del Calamar', los papeles de Pandora... San Cucufato, no te pido que me devuelvas el pudor perdido, como Javier Krahe, devuélveme la fe en el ser humano.
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