He seguido 'MasterChef' desde que empezó. Y en lo sucesivo espero poder continuar haciendo esta declaración sin tener que ponerme una banda negra en los ... ojos o 'pixelarme' el rostro para no ser reconocida. Sé que mucha gente de mi entorno (algunos de ellos excelentes cocinillas) no lo ven porque les parece infantiloide, les aburre o lo consideran un burdo 'reality' pastelero envuelto en un falso hojaldre de presunta alta gastronomía. Incluso hay quien reniega de él porque dice que cada vez que intenta verlo, «están todos gritando como locos». Supongo que es porque siempre pilla la llamada 'Prueba de Exteriores', donde suele desatarse la histeria...
Creo que mis queridos enemigos de 'MasterChef' tienen algo de razón. Pero en una proporción muy pequeña. Tan insignificante como ese típico crujiente de parmesano completamente desubicado, pero no por ello capaz de arruinar un buen plato. Y 'MasterChef' para mí, a pesar de sus defectos, es un plato delicioso, que se devora con gusto, sienta bien y alimenta el ánimo. En esta última edición me he partido de risa con los maliciosos comentarios de Navarrete, con la flemática retranca de Miki y con las ocurrencias sin filtro de Carmina. Me he conmovido ante el sufrido Bustamante, devorado por sus propias ganas de ganar. Me han maravillado la salerosa Belén y el angelical Arkano, probablemente el rapero más tierno del mundo. Me he llegado a indignar con las injustas broncas al pobre Juanma cuando era víctima de los desvaríos de Verónica Forqué... Y hasta he llorado en el momento en que Miki Nadal recordó a su difunta madre. ¿Culebrón? Puede. Para disfrutar de una ficción hay que creérsela, y yo, frente a todas esas series de crímenes repugnantes hasta lo inverosímil, prefiero creerme el buen rollo de 'MasterChef'.
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