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gorka seco
Jueves, 17 de junio 2021, 21:39
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Como la punta de un iceberg. Así es el sufrimiento que provoca la violencia filio-parental en aquellos que la sufren. Solo se ve un pequeño pedazo, pero el trasfondo del problema es inmenso. Cuando se habla de estas situaciones, el propio término nos hace imaginarnos un universo de golpes, gritos y discusiones, pero eso solo es la consecuencia de no haber atajado a tiempo un problema que empieza mucho antes de que llegue el primer grito o el primer portazo. Unos síntomas que al principio no suelen preocupar a los padres y madres, pero que tienden a recrudecerse con el paso del tiempo. De hecho, abarca un terreno mucho más amplio de lo que nos solemos imaginar, provoca un daño psicológico enorme en quienes los sufren y acaba convirtiendo la convivencia en un auténtico martirio para las familias.
Alberto Llamazares es el responsable del programa Hobetzen, un servicio de la Diputación Foral gestionado por la Asociación Berriztu, que trata desde hace 12 años los casos de violencia filio-parental en Bizkaia. Este terapeuta explica que el tipo de violencia más habitual es la psicológica: aquella que daña las emociones y la autoestima. La más dura. «Es el punto de partida de la mayoría de casos de violencia filio-parental en una familia. Cuando estos primeros impulsos no se frenan, los problemas aumentan y, poco a poco, la violencia pasa a un segundo escenario: los golpes a objetos (patadas, portazos...). Por último, llega la violencia física y es cuando saltan todas las alarmas, aunque ya deberían haber saltado mucho antes».
Durante el proceso natural por el que pasan los niños hasta alcanzar la madurez adulta, en la etapa de la adolescencia, es difícil detectar signos preocupantes , ya que solemos tender a disculpar las actitudes violentas con el típico 'ya se le pasará' o 'es normal que se enfade, está en la edad del pavo'. ¿Es esto un error? Llamazares admite que «los adolescentes tienden a ir en contra de los valores familiares y que eso genera conflictos, pero el adolescente, de por sí, no debería ser violento». Una cosa es discutir, pero «eso no es malo, es parte de la vida. El problema surge cuando estos problemas se enquistan, no se dan las respuestas adecuadas y aparece la violencia de por medio», cuenta.
Según los datos facilitados por Berriztu, las familias suelen recurrir al programa cuando el joven ronda los 14 años, aunque «los primeros indicadores de violencia suelen comenzar dos años antes». «Los niños aprenden que, si ejercen una presión violenta y la otra parte cede, consiguen lo que quieren». Entonces, acceden a una segunda fase en la que la violencia comienza a ser instrumental, para conseguir sus objetivos.
La Diputada del Departamento de Empleo, Inclusión Social e Igualdad, Teresa Laespada, que al mismo tiempo también es responsable de este programa, advierte de la importancia de detectar los primeros síntomas lo más pronto posible. «La tendencia es quitar importancia a situaciones o problemas intra-familiares y que realmente pueden ser preocupantes. Poder identificar este problema desde los primeros indicios evita que posteriormente crezca y sea más difícil de reconducir», dice. Laespada cree que es un problema al que hay que darle más visibilidad y, al mismo tiempo, opina que el programa es un arma 'positiva' con doble filo: resuelve actitudes agresivas del presente, pero también corta fuentes de violencia de cara al futuro. «Los jóvenes que desarrollan actitudes violentas contra su familia, tienen que entender que el día de mañana, cuando establezcan relaciones de forma autónoma, la violencia no les va a solucionar nada», opina.
Pero, ¿cuál es la motivación que tienen estos jóvenes para usar la violencia de forma sistemática? Llamazares cree que «es una búsqueda constante del poder, y el gran problema es que nunca se tiene suficiente poder. Si un adolescente pega, grita y se enfada para conseguir algo y lo consigue, la siguiente ocasión volverá a utilizar esta técnica para lograr sus objetivos. Y cada vez irá a más», advierte.
Aunque, muchas veces, caemos en la trampa de pensar que el problema lo tiene el adolescente. Y no es así. El responsable de Hobetzen aclara que los casos de violencia filio-parental son responsabilidad de todo el núcleo familiar. «En algunas ocasiones hay que trabajar mucho con los padres, porque cuando llegan al programa tienen una sensación de incapacidad o de pérdida de control de la situación». Y advierte, «no hay un prototipo de familia que sea más propensa a sufrir esta violencia». Después de atender más de 800 casos, «por aquí han pasado familias de todo tipo: estructuradas, con un alto nivel de vida, incluso gente muy formada».
A cada familia se les asigna unos educadores que acuden a los domicilios y estudian cada caso. «El objetivo durante el primer mes es conocer cuál es el problema que presenta esta familia. Tenemos que identificar el inicio del problema, el estilo de la comunicación en esa casa, el sentido de pertenencia familiar… porque hay familias que son muy buenas cuidando niños y también las hay muy torpes». Con todos estos indicios, los profesionales crean un método de trabajo especial para cada familia y pasan a la fase de desarrollo para trabajar sobre los objetivos. La media de tiempo de atención a cada familia ronda el año, pero «al final es lo que la familia necesite», explica Llamazares.
Más información sobre el programa Hobetzen: https://violenciafilioparentalbizkaia.org/
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