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Armentia, siglo XII

Armentia, siglo XII

Ataviados con el vestuario de 'La Catedral del Mar', estos canteros variopintos levantan la basílica con Agustín Azkarate al mando

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Jueves, 1 de enero 1970

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1. La recreación

Repiques de cantero

«Hola, no sé qué hago aquí todavía». Alberto López de Ipiña, el presidente de Slow Food Araba, llega unos minutos más tarde que el resto y, asomado en el marco de la puerta del vestuario masculino, no sabe si frotarse los ojos o creer lo que tiene ante sí. Una docena de caras conocidas y sus dueños vestidos –del todo o a medias– con ropajes medievales recién llegados de la serie 'La Catedral del Mar'. Las túnicas unificadas cromáticamente, en tonos marrones, grises y negros, no ayudan a salir de la confusión inicial. Se distingue a Satur García en primer plano, pero el buen hombre se encuentra demasiado concentrado buscando unos zapatos de su talla como para escuchar la petición de ayuda. Por suerte, otra alma caritativa le indica a López de Ipiña en qué silla encontrará sus trapos. Mientras se viste, Luis Gómez, el presidente de los arquitectos alaveses, le advierte de la mala transpiración de los materiales: «Estos son, seguro, los modelos de invierno».

En la calle aprieta el bochorno previo a una tormenta y los participantes temen el calor en la cara. Incluso el periodista Joseba Fiestras que anda haciéndose un selfie, participa finalmente en una discusión importante: ¿Es mejor dejarse los pantalones bajo las faldas o más inteligente prescindir de ellos? «Yo ya estoy en gallumbos», sentencia el cocinero Luis Plágaro. Zanjada la cuestión, comienzan a sacarse fotos en grupo. Algo habrá que enseñar a la familia para que se entienda lo que han vivido. Patxi Antón compara las suyas con las del resto: «¡Vaya pintas!»

Vídeo. Carlos Blázquez y Urxi Lezamiz

En el vestuario femenino tampoco dejan de brotar preguntas trascendentales relacionadas con la época. «¿Si tengo las mangas más largas, soy más importante?», se pregunta la directora de Jardines de Uleta, Elena Martín en alto. Las demás asienten, aunque dubitativas. El protocolo de la Edad Media queda algo lejano en el imaginario colectivo. A lo que tampoco están acostumbradas ya las vitorianas de este siglo es a ser «prisioneras» de sus propios harapos. «¡Esto es fajo, refajo y refajísimo!», exclama la enfermera Arantza Sierra entre risas, mientras acierta a saber qué capa es cuál. Menos gracia les hace a Estefanía Calparsoro y Amaia Mesanza, de la UPV, que se han apretado demasiado las cuerdas: «¡Ay qué agobio, sácame de aquí!», se escucha en aquella zona del vestuario. La presidenta de Ampea, Maite San Saturnino, por su parte, reconoce las virtudes de retrotraerse en el tiempo: «Con tanta tela, no hace falta operación bikini».

Fuera pintauñas

Vestidos de cantero –salvo excepciones como un clérigo, un arquitecto y algún que otro señor–, los hombres, fuera, comienzan a meterse en el papel. Al menos en el rol de actores. El concejal de Podemos Jorge Hinojal, por ejemplo, ya es intérprete. «Esto es como los artistas de Hollywood, los trajes que te dan, aunque no sean de tu talla, te lo pones y punto, es lo que hay». Ricardo Sáez de Heredia, el único vestido de clérigo, en negro riguroso, se plancha la sotana con las manos y proclama: «Tengo vocación». Las mujeres no se quedan cortas. Han encontrado en Amparo Basterra –la secretaria de la Real Sociedad Bascongada– una nueva estrella del cine español. «En serio, pareces Concha Velasco», le dice Maite San Saturnino. La aludida replica: «Y tú, que vas con las bailarinas a juego del vestido».

La dosis de maquillaje y peluquería a cargo de Begoña Oraá y Miryam Pérez son imprescindibles antes de ponerse ante las cámaras. Mientras ellos son empolvados para evitar brillos, ellas sacrifican el pintauñas en favor de la coherencia con el atrezzo. El pintalabios, también fuera. «¿La época de las pelucas y los cuellos cuándo tocaba?», pregunta el corredor Rafa Ledesma con media sonrisa. Porque eso sí que sería un jaleo.

El autobús que les recoge en los vestuarios, ubicados en el antiguo convento de Betoño, parece una nave espacial cuando los participantes suben a sus asientos. Qué contraste. Vaya modernidad. Venido desde el futuro, les lleva hasta la basílica de Armentia mucho más rápido que a caballo.

El templo se encuentra en plena construcción y tanto los arquitectos como el cura deben indicar a los canteros dónde, cómo y cuánta piedra picar para completarla. Ya en el pórtico, Hinojal es el primer cantero en ofrecerse a picar piedra. Le siguen Iván Sánchez y Sergio Escribano, del equipo de arqueólogos de la UPV. Pero en el último momento, el arqueólogo Agustín Azkarate, ahora maestro cantero, se percata de que falta el «papiro» de los planos. «¿Alguien tiene un folio, así, un poco viejo?». Finalmente lo consigue la madre de Elena Martín. Viejo no es, pero marrón. «Da el pego, si lo arrugas», asegura Ismael. Ya está todo listo para la estampa. Sólo faltan porteadores de sacos, pero hay voluntarias. El exfutbolista Pablo Gómez le echa una mano al cura, que se pregunta con una sorna muy contemporánea al siglo XXI, a cuánto ascenderá el IVA de la obra. Gorka Basterretxea, de la nueva galería Talka, observa los planos con el arquitecto. El fotógrafo Iñaki Andrés, subido a una escalera frente a todos ellos, insta a Plágaro a quitarse las gafas. El cocinero apura hasta el último segundo. Antes del primer disparo, se escucha a un paseante: «¡Pero qué antiguos sois!». Ha funcionado.

Participan

  • Agustín Azkarate (catedrático y arqueólogo) junto a Ismael García, Iván Sánchez, Amaia Mesanza, Sergio Escribano y Estefanía Calparsoro (investigadores de la UPV), Maite San Saturnino (presidenta de Ampea), Pablo Gómez (exjugador del Alavés), Jorge Hinojal (portavoz municipal de Podemos), Kike Fernández de Pinedo (portavoz de EH Bildu en las Juntas Generales de Álava), Luis Gómez Puente (presidente del Colegio de Arquitectos), Elena Martín (directora del hotel Jardines de Uleta y vicepresidenta de SEA Hostelería), Arantza Sierra (delegada provincial de SATSE), Satur García (fundador de Bultzain), Santi Orúe (dibujante y guionista), Gorka Basterretxea (de la galería de arte Talka), Pilar López (actriz), Rafa Ledesma (director de la ONCE en Álava), Luis Ángel Plágaro (cocinero del restaurante Sukalki), Patxi Ormazabal (presidente de la Asociación Española Contra el Cáncer en Álava), Amparo Basterra (secretaria de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País), Patxi Antón (presidente de la VG Wine City y director de Indesa), Alberto López de Ipiña (presidente de Slow Food), Miguel Ángel Ruiz (bar Bujanda), Joseba Fiestras (director del FesTVal), Ricardo Sáez de Heredia (abad de la Cofradía de la Virgen Blanca) y Nerea Pérez de Nanclares (periodista EL CORREO).

2. La historia

El poder de Armentia

ISMAEL GARCÍA

Arqueólogo y doctor en Historia Medieval

Armentia en la actualidad sigue siendo un lugar con una gran carga simbólica. Lo sigue siendo con respecto a Vitoria y Álava, y debería serlo, aunque obviamente no lo es, con respecto al resto de Euskadi. Vamos a intentar explicar brevemente por qué decimos esto.

Más allá de la legendaria tradición que nos cuenta que San Prudencio nació en este lugar, el hecho históricamente comprobado es que, en tiempos medievales, la hoy modesta aldea de Armentia, fue un importante centro de poder. En efecto, aquí, apenas a tres kilómetros de Gasteiz, se encontraba la sede del primitivo obispado de Álava, un obispado que a pesar de lo que pueda parecer por su nombre, abarcaba también todo el territorio vizcaíno (salvo las Encartaciones), y una buena porción del guipuzcoano (valle de Deva y Vergara principalmente).

En aquellos remotos tiempos (hablamos de los siglos IX, X y XI) los monarcas y sus cortes aún no tenían por costumbre gobernar sus reinos siempre desde la misma localidad, al contrario que los obispos, que sí que solían dirigir sus diócesis desde un mismo enclave permanente; y ésta es precisamente la cuestión. Si nos fijamos, por los territorios que abarcaba, coincide que aquel obispado de Álava fue de algún modo el primer esbozo de lo que hoy día conocemos como CAPV. Si aceptáramos esta idea, a Armentia le correspondería la distinción de haber sido, por así decir, la primera capital de Euskadi.

En cualquier caso, su elección no fue casual. Frente a otras posibles localizaciones, el enclave ocupado por Armentia, presentaba la ventaja de las comunicaciones al encontrarse en un relevante cruce de caminos. Muchos de ellos iban de Sur a Norte, hacia la costa, pero el más importante y destacado era por supuesto la vía romana que hoy día los especialistas conocemos como Iter XXXIV, un eje fundamental que acabó siendo en el germen del Camino de Santiago a su paso por Álava.

Y como a toda sede episcopal le corresponde una catedral, Armentia tuvo la suya, la de San Andrés, que es como históricamente se ha conocido a la basílica de San Prudencio. Su desarrollo constructivo a lo largo de los siglos no estuvo exento de altibajos. Los últimos datos arqueológicos apuntan a que antes de empezar a edificarse el actual templo, en realidad, el que había, era muy pequeño. No será hasta mediados del siglo XII –cuando de hecho el obispado ya había desaparecido– que empiecen las obras para construir una nueva iglesia, una iglesia incluso más monumental de la que podemos ver hoy día, que es en realidad producto de una serie de restauraciones hechas a lo largo del siglo XVIII. Desgraciadamente, con esas restauraciones, el aspecto que tuvo el templo en la Edad Media se perdió en gran medida. Aparte de su cabecera y de los espectaculares relieves del pórtico, otros muchos elementos interesantes de su antigua arquitectura –elementos que aún hoy día perviven– quedaron desde entonces ocultos al público.

Finalizamos esta brevísima semblanza sobre Armentia con un par de líneas dedicadas a aquellos que participaron en las obras sobre las que acabamos de hablar. Basándonos en una inscripción que se encuentra grabada en los relieves del pórtico, historiadores y arqueólogos venimos repitiendo que el principal promotor de la operación debió ser Rodrigo de Cascante, obispo de Calahorra. Sin embargo, aunque es muy probable que él fuera el impulsor, seguro que no fueron suyas las manos que se mancharon para esculpir los relieves, o para colocar piedra sobre piedra. Acabamos estas líneas por lo tanto recordando que la Historia no la hacen sólo los grandes nombres. Tan importantes como Rodrigo fueron los albañiles y los canteros anónimos que trabajaron para él, obreros entre los cuales –es necesario reivindicarlo– se contaban también muchas mujeres de las que los documentos sí que hablan, aunque tengamos la pésima costumbre de obviarlas.

3. Relato corto

El corredor del bosque

ÁLVARO ARBINA

Desciendo de los Montes de Vitoria. La niebla es dispersa y se enrosca en los arbustos y las ramas de los quejigales. A veces deja que se filtre una luz rosácea, una tristeza bella de atardecer otoñal. Crujen mis zapatillas en el sendero, pisan charcos y pisan hojas. Hace frío. En Eizkibel se abre un claro y surge una vista de mirador. Percibo a lo lejos el final del bosque, que es como un mosaico inmenso de árboles y campas rojizas, y más allá la basílica de Armentia, con su pequeña torre encantada, entre jirones de niebla.

Llevo una hora corriendo. Me gusta salir de casa y verme enseguida en las alturas de Zaldiaran, entre hayedos espigados, a veces amables y a veces espectrales, pisando mantos de hojas multicolor, mullidos como colchones de plumas. El bosque de Armentia ha sido siempre mi segunda casa, mi patio de recreo, desde niño. Es el jardín de la ciudad, un universo laberíntico para compartir, tejido por redes de senderos y riachuelos. Aquí me traían mis padres en domingos montañeros, aquí he venido a deslizarme por nieve, a correr en bici con mis amigos, aquí he entrenado y he sufrido cuando tenía quince años y había próxima una competición y el atletismo era la mitad de mi vida. Aquí he fantaseado, miles de veces, con épocas pasadas y épocas futuras, aquí he pisado y he visto lo que vieron mis antepasados y lo que verán mis descendientes. Aquí surgió mi primera novela. Yo corría y miraba entre los árboles y veía cruzar tras ellos la sombra fugaz de un joven a caballo.

ILUSTRACIÓN
ILUSTRACIÓN Isabel Armesto

Me sumerjo en el bosque y acelero. Corro pensando en este lugar. Corro hasta que ya no pienso en nada, hasta que sólo hago eso, correr. Alargo la zancada y me dejo llevar por el descenso, que ahora es sutil y casi llanea. A estas horas no me cruzo con nadie. Los árboles me flanquean y pasan muy deprisa, y yo me siento en una nave catedralicia, en un agujero de gusano hecho con ramas y hojas rojizas que empiezan a caer. Me aproximo al final del bosque a casi veinte kilómetros hora. A esta velocidad, tres minutos y reviento. Ahora sí, suenan mis pulmones. Los siento, como globos en tensión, como máquinas de fuelle. Siento su respiración, que es la mía, y la sangre, que también es la mía, y que se bombea con fuerza, que hincha las venas, que exuda sudor y me gotea en las sienes. Me siento a mí mismo, me siento en funcionamiento, siento mis engranajes, como si fuera un androide natural. Siempre he pensado que esto es correr, más allá de modas pasajeras: salir de la inercia ignorada de vivir, de respirar, de palpitar, de funcionar sin darse cuenta.

Cuando salgo del bosque es el siglo XII y la basílica de Armentia está en plena construcción. El maestro de piedras, con sus guantes y su vara, está junto al tambor del ábside y da órdenes de cómo colocar junto a las saeteras los bloques de sillería. Bregan junto a él los talladores de piedras y los escultores, preparan los peones mezclilla en los morteros. Hay chozas y talleres donde se duerme y se cincelan tambores de columna, molduras y dinteles. Humean fogones y huele a estofado de carne. Llega un carromato tirado por bueyes de las canteras. Más allá, los carpinteros preparan aparejos y andamios y ardillas giratorias para elevar piedras. Suben y bajan por las escaleras de madera los escultores y los vidrieros, que toman medidas y dibujan esbozos de personajes fantásticos, de grifos, de cabezas de león, de cabras, dragones y sirenas. Los obreros inscriben marcas y firmas ocultas en las piedras, inmortalizan su labor y dejan constancia de su presencia. Persistirá el templo durante siglos, cuando ellos ya sean ceniza y tengan encima la ceniza de mil generaciones.

La luz es rojiza y aletea entre la neblina y los andamiajes. Alrededor de la basílica hay una pequeña aldea, con su tejados de madera y sus huertas y sus chimeneas humeantes. Corretea algo la niebla y por un instante oculta las obras del templo. Dejo de ver a los escultores y al maestro de piedras y su voz me llega lejana y entonces me percato de que he dejado de correr. Empiezo a caminar por un enorme barrizal que se sumerge entre las casas de la aldea. La niebla es densa y se prenden antorchas pero no veo quien las prende. El silencio es absoluto y me deja solo y con los sonidos de mi propio cuerpo. Vuelvo a correr y enseguida piso sobre empedrado, y después sobre asfalto, y empiezo a escuchar sonidos y pronto llego al alto donde se erige San Prudencio. Cruzo la carretera y pasan coches y hay en el paseo un caminar rítmico y amable de transeúntes. Vuelvo a casa con mis piernas y mi imaginación.

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