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Sergio Llamas
Lunes, 10 de febrero 2025, 00:20
En sus contratos son peluqueras, pizzeros, trabajadores de centros de llamadas, monitores de gimnasios, conserjes, conductoras de Uber y, especialmente, trabajadoras domésticas, pero a efectos ... prácticos, los más de 50.000 vascos que subsisten con el salario mínimo interprofesional (SMI) son funambulistas. Es lo que tiene vivir cada mes sobre la cuerda floja, con una nómina de 1.134 euros -en 14 pagas anuales- que mañana el Consejo de Ministros hará crecer un 4,4%, con 50 euros más.
Las subidas han sido continuadas. Desde 2018 ha crecido un 60%. Sin embargo, el sueldo se define a sí mismo. Lo hace con el adjetivo mínimo, un término que concilia difícilmente con una vida que se encarece -la inflación ha repuntado al 3%- y se agrava en una comunidad en la que no supone ni siquiera la mitad del salario medio (se queda en un 49,13% en base a los últimos datos del INE, registrados en 2022, y que lo calculan en 2.308 euros prorrateados en 14 pagas).
Durante las últimas semanas el debate por el SMI ha sido 'candente' en España, pero en Euskadi está ahora 'incandescente' después de que la patronal vasca rechazase negociar un salario mínimo propio, tal como le habían solicitado todos los sindicatos. Confebask y sus asociaciones miembro -Adegi, Cebek y SEA- esgrimen que supone un «riesgo para la competitividad y la sostenibilidad de las empresas vascas», especialmente las pymes, en un momento de fuerte subida de los costes laborales y en el que tanto la economía europea como la de Euskadi «sufren una crisis de crecimiento».
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El jueves la patronal acudió a la reunión con las centrales solo para comunicar su negativa, que ha sentado muy mal en el Gobierno vasco, partidario de este diálogo. El vicelehendakari segundo, Mikel Torres, calificó la decisión de «error mayúsculo», mientras que las centrales vascas advirtieron de más conflictividad. ELA y LAB manifestaron su intención de volcarse en otra vía alternativa para lograr un salario mínimo vasco, la política, presionando a los partidos vascos para que exijan un cambio legislativo de forma que Euskadi obtenga competencias en esta materia.
A pie de calle, sin embargo, la macroeconomía se queda pequeña y pesan más las facturas y el coste creciente de la cesta de la compra. Lo viven, más que nadie, las mujeres y los jóvenes, la población más acostumbrada a ver reflejadas estas nóminas en sus cuentas corrientes. Y sobre todo lo experimentan las empleadas del hogar, un sector al margen de convenios que queda relegado al SMI. La asociación de trabajadoras del hogar de Bizkaia (ATH-ELE) denunció esta semana que sólo un 57% de las internas alcanza el SMI -el dato cae al 28,8% para las migrantes en situación irregular, que soportan gran peso del sector-. En su ámbito crece una economía sumergida que asociaciones como Emakume Migratu Feministak vienen denunciando. «Y si se negociara un SMI para Euskadi, ¿nos van a tener en cuenta?», cuestiona su portavoz, Maria Juncay.
Melva Rodríguez llegó hace dos años a Euskadi y se vio obligada a cambiar su trabajo en enfermería -donde tiene una década de experiencia- por otro de trabajadora de hogar. Al menos sobre el papel, ya que esta ecuatoriana de 35 años suma en realidad las labores domésticas con el cuidado de dos ancianos de 78 y 80 años en Barakaldo para poder percibir un salario mínimo. «No es solo mi caso. Es la gran realidad para una mayoría de mujeres migradas que trabajan como internas y que se supone que ejercen durante ocho horas diarias, pero que a menudo suman muchísimas más», advierte.
Aunque todavía no ha formado una familia en el País Vasco, donde también vive su hermana, Melva no se olvida de sus allegados en Ecuador a los que envía una ayuda económica que le obliga a exprimir aún más su salario. «El sueldo no se puede estirar más. Es imposible simplemente por el coste de la vida», advierte. El gran reto, sobre todo, recae en el coste de la vivienda, cuyo alquiler comparte «como le ocurre a la gran mayoría de mujeres migradas». «Se lleva un 60% de lo que cobras y eso te deja al final sin capacidad de ahorro», reflexiona.
Aunque su trabajo anterior era más sufrido y agradece que su nuevo puesto le deje las tardes de los sábados libres, Melva se sorprende de que este modelo de vida «esté tan normalizado en un país desarrollado de Europa». «La verdad es que no sabía que mis condiciones de trabajo iban a ser estas. Me he enterado aquí y lo que más me sorprende es que ya parece ser una regla por toda la gente que conozco y que trabaja aquí», se duele.
Melva, cuyo nombre procede de una galleta típica de su país, todavía confía en endulzar su futuro y volver a ejercer en el ámbito de la salud. Está intentando homologar su título, pero su petición lleva 18 meses en revisión a la espera de que el ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades le dé una respuesta que en ocasiones se demora hasta más de tres años. «Es muy frustrante, sobre todo sabiendo que aquí existe una verdadera necesidad de profesionales», asegura. Tanto es así que ya se plantea formarse de nuevo. «Mi salida es volver a estudiar. Intentaré sacar una FP o si no conseguir algo por pruebas libres, porque no puedo permitirme dejar de trabajar y voy a necesitar conciliarlo con los estudios», augura.
El trabajo como conductora de Uber sedujo a Macarena Urrutia hace dos años por su flexibilidad en los horarios, una característica que le facilita cuidar de sus hijas de 23 y 13 años. «Me gustaba la idea de entrar a las seis de la mañana y que aunque tuviera una jornada larga -algunas alcanzan las 11 horas-, poder estar con ellas en casa por las tardes», resume esta bilbaína (nacida en Chile) de 52 años. «Necesito estar con ellas en casa porque no tenemos a nadie de quien tirar. No hay abuela, no hay prima... Somos yo y ellas», sentencia.
Pese a que hay algunos pluses que pueden acumular los trabajadores, como el de nocturnidad, lo cierto es que tras afrontar todos los pagos vinculados a su actividad, los sueldos que cobran se quedan a la hora de la verdad en un salario mínimo prorrateado en 12 pagas que, como denuncia Macarena, «no se ajusta a los niveles de vida en Euskadi». Y hay otros muchos problemas añadidos, como que no se les compute todas las horas trabajadas, la falta de un pago completo en las bajas o los problemas de seguridad de algunos vehículos que denuncia la plantilla de la operadora Ares Capital, cuyos conductores permanecen en huelga desde el 11 de diciembre.
«Hoy por hoy en Euskadi con un sueldo de 1.100 euros si tienes un préstamo, hipoteca o pagos del colegio no te llega», advierte la mujer. «Llego a fin de mes cruzando los dedos para que no se me eche a perder nada en casa. Te ves viviendo en una economía del día a día, rezando para que no te surja ninguna emergencia», añade.
Ella tiene esperanzas en que Euskadi alcance un salario mínimo propio. Aspira a cobrar un sueldo que llegue a los 1.500 euros mensuales para poder «respirar y vivir tranquila». «Tengo una casa vieja que hay que seguir arreglando y pago un préstamo por el coche. Intento vivir bajo mis posibilidades, pero lo que cobro ahora ni siquiera se ajusta a lo que hay que pagar en Euskadi para hacer la compra», remarca.
De hecho, Macarena reconoce que su trabajo le gusta. «Llevas a gente y te cuentan historias flipantes. Tiene muchas cosas bonitas, aunque también malas experiencias -alguno de sus compañeros ha sufrido robos a punta de navaja-, pero tenemos mucho encima y a veces con estos sueldos parece que se ríen de nosotros», zanja.
A Ibai Escanciano las perspectivas de un salario mejor le llevan a mirar fuera de Euskadi. Ya tiene una chincheta puesta en el mapa que apunta a Irlanda. A sus 21 años le ha dado muchas vueltas a la posibilidad de trasladarse al país vecino, donde aspira a conseguir un empleo con mejor sueldo que le permita ahorrar. Lo haría, eso sí, con billete de vuelta cuando se haya garantizado una mejor situación financiera.
Según detalla, en la actualidad recibe el salario mínimo por su trabajo en Bilbao, en una franquicia de gimnasios 'low cost' donde intenta acumular horas y ofrecer tantas clases como puede. «Ahora mismo nadie tiene más horas que yo», estima el joven que reside con sus padres, pero que viene esbozando con claridad sus planes para el futuro. De hecho, ha explorado varias fórmulas para completar su sueldo, como trabajar a mediodía de cuidador en un comedor escolar para alumnos de cuatro años, aprovechando su formación en el ámbito de la nutrición.
«Con el sueldo del gimnasio es inviable vivir. Muchos compañeros están con más de un trabajo, a veces en la competencia», reconoce Ibai después de tres años ofreciendo clases de body bump (una modalidad en la que se van alternando los distintos grupos musculares en tandas de cinco minutos). Se trata además de una profesión que exige un sacrificio físico constante, lo que le complica a los propios trabajadores ofrecer jornadas completas. En su caso los horarios cambian casi cada día, aunque trabaja en el gimnasio habitualmente de cuatro a diez y media de la noche, con algunos tiempos dedicados a ayudar a los usuarios en los espacios comunes.
Aunque viva con sus padres, a Ibai tampoco le faltan gastos. Estos van desde sus previsiones de una vivienda al coche. Irónicamente hasta se costea el ejercicio -«me pago la piscina», detalla-, lo que configura una ristra de pagos ya que le da una idea de que subsistir en Euskadi con un salario mínimo «es insostenible».
«Cobramos muy poco y con mil euros no te da para nada», alega Ibai, quien remarca que a muchos de sus compañeros «cuando hacen cuentas, no les compensa», porque los sueldos no van en consonancia con la comunidad en que viven.
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