El euro, más allá de sus 20 años
Su futuro ya no está en juego, pero debemos obtener mayores beneficios de los logrados hasta ahora
Los billetes y monedas del euro se empezaron a distribuir el 1 de enero de 2002, hace ahora veinte años. Antes, en mayo de 1998, ... ya se habían acordado las paridades irreversibles de las monedas que se integraron en la moneda única. Para celebrar aquel aniversario, encargué entonces a los servicios de la Comisión un informe sobre los logros y las carencias del euro y del conjunto de la Unión Económica y Monetaria (UEM). Recuerdo que algunos ministros del Eurogrupo y el presidente del BCE, Trichet, opinaron que las conclusiones no eran suficientemente optimistas. Pocos meses después, el estallido de la crisis financiera y la recesión económica que se derivó de ella pusieron de manifiesto las serias insuficiencias del diseño inicial de la UEM y la escasa voluntad política de los principales países de la eurozona para coordinar sus políticas económicas. La estabilidad de la eurozona y el crecimiento sostenible de las economías de los países miembros exigían, sin embargo, decisiones ambiciosas.
La crisis de la deuda pública, que se inició en Grecia a comienzos de 2010, no desencadenó a corto plazo ese proceso, sino unos ajustes presupuestarios draconianos, que sirvieron además de plantilla para actuaciones en otros países de la periferia de la eurozona, cuyos problemas eran de índole diferente a los manifestados en Grecia. Fue una solución equivocada desde el punto de vista económico, socialmente injusta y llena de riesgos políticos. A mediados de 2012 se empezó a corregir el tiro. Draghi varió la política monetaria del BCE y el Consejo Europeo decidió poner en marcha el proyecto de Unión Bancaria y se creó el MEDE. La aplicación de las reglas del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que se habían endurecido en consonancia con el énfasis inicial en políticas de austeridad, se fue flexibilizando gradualmente. Para cuando la Grecia de Alexis Tsipras decidió firmar su tercer rescate, a mediados de 2015, los riesgos de fractura de la eurozona se habían desvanecido. El último intento de Wolfgang Schauble para forzar la salida griega del euro fracasó.
«Los desafíos son ahora las nuevas reglas fiscales, las emisiones mancomunadas de deuda y un BCE cada vez más relevante»
Desde el final de la crisis de 2008 hasta el surgimiento de la pandemia y de la consiguiente recesión, se habían debilitado los compromisos para culminar la arquitectura de la UEM. La construcción de la Unión Bancaria no se había completado, a falta de un sistema europeo de garantía de depósitos y de avances en la dotación de un fondo de resolución bancaria. Las primas de riesgo eran muy inferiores, y el Semestre Europeo -nuevo mecanismo de coordinación de políticas económicas- funcionaba sin que las autoridades económicas le prestasen demasiada atención. Solo el BCE seguía velando por el interés general de la eurozona, utilizando instrumentos no convencionales para mantener una política monetaria expansiva. Había conciencia de la necesidad de revisar en profundidad las reglas fiscales, pero nadie parecía dispuesto a pasar a la acción.
Como respuesta a la recesión originada por la pandemia, la decisión de crear un nuevo mecanismo de fondos europeos para impulsar el crecimiento y la resiliencia de las economías de la UE, y su financiación mediante deuda mancomunada emitida por la Comisión, ha supuesto un extraordinario aldabonazo. Más allá de 2026, aún no sabemos si ese mecanismo será prolongado, o si servirá al menos de inspiración para avanzar hacia una Unión Fiscal. Sería muy deseable que así fuera, pues las necesidades de financiar ingentes volúmenes de inversión para apoyar las transiciones energética y digital, además de adaptar y reforzar los pilares del Estado de bienestar, no podrán ser atendidas solamente en base a incrementos tributarios o ajustes de gasto. En todo caso, los niveles de endeudamiento público y privado alcanzados durante la pandemia solo son sostenibles si se mantiene un entorno de tipos de interés extraordinariamente bajos, lo cual está empezando a ser cuestionado visto el endurecimiento de las tensiones inflacionistas. Estas incógnitas deberán ser resueltas cuanto antes.
Pero el futuro del euro no está ya en juego; está asegurado hace ya tiempo. La pasada crisis financiera puso a prueba a la moneda única, y esta la superó con creces. Otra cuestión son los beneficios que podemos obtener gracias a ella, que a mi juicio son muy superiores a los que hasta ahora hemos recolectado. Y no debemos renunciar a ellos. Las lecciones aprendidas desde 2008 hasta la fecha deben plasmarse en una UEM capaz de enfrentar los nuevos desafíos que se abren al comenzar su tercera década de funcionamiento. ¿Cómo lograrlo? Con nuevas reglas fiscales, con emisiones mancomunadas de deuda, con mayor coordinación entre sus miembros y con el BCE, con un euro digital y con un papel más relevante de este en el plano internacional. En definitiva, con un nivel de ambición equivalente al del impulso político que llevó a su creación.
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