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La crisis en la que ha entrado el astillero vizcaíno de La Naval es la demostración clara de que a veces se olvidan cosas fundamentales. Las empresas, además de una buena capitalización inicial, una plantilla formada, una tecnología avanzada y un producto adaptado a lo que de verdad demandan los consumidores, necesitan tener beneficios. Lo contrario, acumular pérdidas, más tarde o más temprano te lleva a chocar contra el acantilado y quedar varado, como le acaba de suceder a la emblemática compañía.
El balance con el que cerró 2016, la fotografía estática de la realidad patrimonial de la empresa, es palmario y deja poco lugar a dudas. La firma está en esa situación que puede definirse como 'técnicamente quebrada': unos fondos propios negativos de 51 millones de euros y pérdidas acumuladas de 107,5 millones. Explicado de otra forma, se han ido por el sumidero los 10,5 millones que invirtieron los accionistas cuando en 2006 adquirieron La Naval al grupo público Izar; también los 46 que ganaron hasta 2013 con la actividad de la compañía; y mucho más que se trasladará ahora como pérdidas a los proveedores y a la banca. La riada de procedimientos concursales en las empresas contratistas está a punto de comenzar.
150 millones de euros es la deuda con la banca, a la que hay que añadir los pagos pendientesa los proveedores.
95 millones de euros perdió laempresa tan solo en los años 2015 y 2016.
51 millones de euros de fondos propios negativos tenía la sociedad al cierre de 2016, fruto de la acumulación de pérdidas.
5,5 millones de euros de subvenciones públicas recibió La Naval el pasado año. 2,8 fueron aportados por el Gobierno vasco y el resto, por el central.
Con resultado final incierto, todo está en el aire. En especial, los cuatro buques en construcción, los 1.800 empleos –215 directos y el resto en contratas– y una actividad centenaria en la ría del Nervión. No hay dinero en la caja para seguir adelante y, para qué engañarse, tampoco hay empresario. Los accionistas han abandonado el barco porque la vía de agua ya era demasiado grande e incluso uno de ellos, Astilleros Murueta, decidió acelerar el proceso en la última junta de accionistas para anticipar la entrada de la firma en concurso de acreedores.
«¿Cómo es posible que una empresa que tiene cartera de pedidos pueda estar así?», se preguntaba la pasada semana en público el lehendakari, Iñigo Urkullu. La respuesta es compleja, pero todo apunta a que la gestión de los últimos años, quizá bien intencionada para impedir que la 'bicicleta' se parase en seco, no ha sido precisamente la mejor. Al menos, no la que podía arrojar mejores resultados. Fabricar sin márgenes genera este tipo de situaciones.
En un mercado internacional extraordinariamente complejo, con una competencia brutal por parte de los países de bajos costes de mano de obra y con un producto de larga maduración –entre el contrato y la entrega pasan no menos de tres años–, no es difícil pillarse los dedos haciendo una oferta a la baja, casi temeraria. Algo de esto es lo que ha sucedido en La Naval, donde los precios ajustados que se habían pactado con los armadores en los barcos contratados en los últimos años, llevaron también a la dirección de la empresa a buscar proveedores cada vez más baratos. En algunas ocasiones con una calidad insuficiente incluso en áreas que, como la ingeniería, resultan críticas para un barco.
El viejo lema de que 'lo barato sale caro' es un mensaje ajustado para la historia reciente de La Naval. La empresa tuvo que dotar el pasado año nada menos que 47 millones de euros en provisiones –anticipar pérdidas futuras– como consecuencia de esta deficiente gestión. Esas pérdidas, explica la memoria de la sociedad remitida al Registro Mercantil, son una consecuencia de las «deficiencias ocurridas en las etapas de ingeniería y diseño de la producción, que han provocado la necesidad de repetir trabajos (horas de rediseño, desarrollo de planos y producción), en ocasiones achatarrar y volver a construir, y provocarán costes unitarios de producción más elevados por ineficiencias en la organización y secuencia de los trabajos». Esto es, hubo que tirar parte de lo que se había hecho, contratar a otros proveedores, quizá más caros aunque técnicamente más solventes, para volver a construir. Pero la factura de todo eso es inmensa porque supone pagar dos veces por un mismo suministro.
Una cosa lleva a la otra. Romper lo hecho y volver a fabricarlo no sólo es muy caro sino que genera además retrasos en la entrega de los buques, lo que activa las penalizaciones previstas en los contratos firmados con los armadores. A diferencia de la compra de un coche, en la que el ciudadano está a expensas de que el concesionario se lo entregue cuando buenamente pueda, en el caso de los buques los clientes sancionan el retraso. No es un capricho. Ellos también han firmado con años de antelación contratos de servicios de transporte con esos buques, y si no los cumplen también serán penalizados. En 2016, La Naval ya tuvo que provisionar 27 millones de euros –tradúzcase por pérdidas latentes–, a sabiendas de que no cumplirá los plazos en ninguno de los cuatro buques que tiene en proceso de construcción y que no ha entregado aún.
Algunos analistas consideran que los costes laborales también han influido de forma decisiva en esta crisis, aunque no hay elementos objetivos suficientes para valorarlo. Las cuentas del astillero tan solo reflejan que el coste medio por empleado el pasado año –salario y Seguridad Social– ascendía a 54.310 euros, pero este colectivo de 215 trabajadores directos tan solo refleja una mínima parte de la fuerza laboral empleada en la empresa. El grueso está en las contratas.
Las malas relaciones entre los principales accionistas, Ingeteam y Astilleros Murueta, han podido ser sin embargo determinantes para acelerar la crisis y quizá ahí hay que encontrar respuesta a otra de las preguntas clave. ¿Por qué se tardó tanto tiempo en detectar los defectos en la gestión, hasta el punto de dificultar la salvación del astillero, quizá de forma irreparable? No fue hasta diciembre del pasado año –la vía de agua ya era inmensa– cuando el consejo de administración decidió reaccionar y depositar en manos de la consultora Norgestión el puente de mando, para iniciar la desesperada búsqueda de un nuevo inversor. Cambiar de capitán cuando la quilla del barco ya está rozando las rocas de la costa es siempre un movimiento tan desesperado como tardío.
Los cantos de sirena sobre el supuesto aterrizaje del empresario asturiano afincado en Miami Manuel del Dago han consumido siete meses en una especie de versión moderna de la famosa película de García Berlanga 'Bienvenido Mr. Marshall'. Pero Mr. Dago llegó, casi ni vio y salió pitando. A las entidades financieras –con 150 millones de razones a las espaldas– les ha quedado la impresión de que alguien les ha tomado el pelo.
El balance de situación, la cuenta de resultados, el informe de auditoría y la memoria de La Naval depositados en el Registro Mercantil y correspondientes a 2016 son la fotografía de un auténtico desastre empresarial. Las pérdidas han surgido a borbotones, hasta destruir la totalidad del patrimonio de la sociedad, al menos desde su vertiente contable. Con mucha cifra y poco texto, pero como una novela de terror.
Tampoco se puede decir que la Administración haya vivido de espaldas a la actividad de la empresa, porque el año pasado las subvenciones públicas ascendieron a nada menos que 5,5 millones de euros (2,67 millones el año anterior), de los cuales algo más de la mitad fueron aportados por el Gobierno vasco y el resto, por el central.
Algunos accionistas añaden a la mala gestión una supuesta perversión en la relación entre los socios y el astillero, porque ha habido un doble juego: el de accionistas y también el de proveedores. Y, entienden los más críticos, ha podido existir una contratación a precios por encima de mercado para favorecer a los accionistas, en especial a Ingeteam, que concentraba casi el 90% de la facturación realizada por los socios a La Naval. Pero, incluso en el caso de que hubiese alguna base sólida para mantener esta tesis, no llega a ser el epicentro del problema. Las ventas ‘vinculadas’ de los socios a la compañía apenas ascendían a 15 millones de euros anuales; de ahí que la desviación, de existir, sería marginal en comparación con los 79 millones de pérdidas cosechadas en 2016.
Pese a todo, este supuesto hándicap ya era una queja permanente del armador noruego Knutsen, que abandonó el accionariado de La Naval en 2011. Incluso un grupo de accionistas minoritarios, que son titulares de la sociedad Iniciativas Navales del Norte, hace ya tiempo que lo convirtieron en una denuncia judicial. La intervención de los jueces en el procedimiento concursal y la obligación de calificar lo que ha sucedido –lo que exige un análisis de la gestión–, quizá permita arrojar luz sobre esta zona de sombras.
La única salida, pese a los nuevos cantos de sirena sobre una supuesta «continuidad» de la sociedad actual que obligaría a un acuerdo con los acreedores y a la inyección de nuevo capital, pasa por la liquidación en el procedimiento concursal, con una subasta que permita la adjudicación de los activos. Si la oferta, sobre la que deberá decidir un juez, va más allá de la compra de los terrenos e incorpora una opción industrial, en los próximos años se podrán seguir construyendo barcos en la Margen Izquierda del Nervión. Y hay un rayo de esperanza porque de hecho son muchos los expertos del sector que creen que aún es posible una 'enésima' oportunidad para La Naval.
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